A tiras como Homeland les lleva apenas un puñado de capítulos transformarse en series de culto. Como 24 Hours, los buenos guiones, la tensión con que finaliza cada episodio, y la empatía que se crea entre el espectador y el o los protagonistas, encierran buena parte de la explicación.

Pero no todo es adrenalina. El anclaje con los sucesos de la real politik también cuentan a la hora de elegir esas y otras series y seguirlas con adictiva incondicionalidad. Y en este punto, la transición entre las temporadas 6 y 7 muestra que hasta a Howard Gordon y Alex Gansa, los productores ejecutivos de Homeland, se les puede escapar un quelonio.

No fue sólo la producción de la serie que se emite por Fox y lleva el sello de Show Time. Casi todo el mundo tenía la certeza de que la ganadora de las presidenciales yanquis de 2016 sería Hillary Clinton. Pero el batacazo lo dio Donald Trump.

En Homeland, en la sexta temporada, por primera vez los Estados Unidos ven llegar a una mujer como presidenta a la Casa Blanca. Y esa mujer no arriba de cualquier modo: sus promesas de campaña, que incluían dejar de intervenir en el mundo provocando conflictos armados o participando de los que su aparato de inteligencia planifica o estimula, no cayó para nada bien entre los poderes estables ‑y conservadores‑ que son los que en realidad mandan en Washington.

Así, mujer y "progresista", el perfil daba muy Hillary, pese a que en su carácter de secretaria de Estado de Barack Obama, la esposa de Bill promovió y defendió cada una de las copiosas incursiones militares del gobierno demócrata.

Los incautos, además, desconocen los fortísimos vínculos del Partido Demócrata ‑y particularmente de los Clinton‑ con el corazón del capitalismo financiero, que a menudo actúa en sintonía ultra fina con el complejo militar‑industrial del Pentágono. Los progresistas de toda latitud soslayan ese dato o lo justifican, y frente a un candidato republicano como Trump, la tesis del mal menor cundió rápidamente.

Ya sobre el final de la sexta temporada, fue necesario un viraje, y el equipo de guionistas terminó diseñando un verdadero frankenstein político: una conspiración contra la presidenta electa Elizabeth Keane, que incluye un intento de asesinato, es respondida por ella a partir de un brutal reflejo reaccionario, que deriva en el arresto masivo del dispositivo de inteligencia estadounidense, incluido Saul Berenson, ex director de la CIA y amigo dilecto de Carrie Mathison, protagonista de la tira y asesora hasta ese momento de la mandataria no asumida. Hillary devino Trump.

Sí, estas líneas tratan sobre la temporada 7, pero resulta casi imposible entrarle a ésta sin tomar esas pocas referencias de aquella. Porque Keane finalmente asume con 200 funcionarios presos, estableciendo un verdadero Estado policial, y se sumerge en una coyuntura política en la cual su base de sustentación se muestra en extremo frágil, jaqueada desde varios frentes, a partir de situaciones que por momentos echan luz sobre los procesos políticos que aquejan a algunos países de América latina como Brasil y la Argentina.

La Presidenta enfrenta la feroz campaña de un comunicador con alta audiencia televisiva, quien la acusa de intentar imponer una dictadura y ‑apelando al patrioterismo yanqui‑ convoca a una rebelión política y social. Si bien no se ve detrás del hostil periodista un grupo empresario mediático, queda claro el rol que los medios masivos juegan en la política actual, incluso ‑o especialmente‑ en los EEUU.

Considerado partícipe de la conspiración, el conductor televisivo Brett O'Keefe debe pasar a la clandestinidad, perseguido por una orden de detención oficial, y termina contactando con extremistas yanquis antifederales armados hasta las muelas, que tienen más ganas de balearse con el FBI que de ver un partido de béisbol bebiendo cerveza y enguyendo mantecado de maní.

Otro rasgo común a los episodios de la real politik latinoamericana es la fuerte imbricación entre el poder político y el sistema judicial. Las presiones oficiales y las de la oposición muestran qué tan fáciles de convencer suelen ser algunos jueces a la hora de perseguir a un adversario, aunque ésta sea la Presidenta.

Y, claro está, el papel que juegan los servicios de inteligencia no podía quedar en un segundo plano en una serie en la cual la protagonista es una de ellos.

La interacción entre políticos, espías, jueces y fiscales tal vez sorprenda a alguna ama de casa inclinada a las comedias románticas pero no debería generar estupor en un estudiante secundario argentino que suele darse una vuelta por los noticieros.

Así las cosas, quedan algunas cuestiones por comentar sobre Homeland, y tienen que ver con la curiosa empatía que producen en el espectador personajes que, por caso, no trepidan en apelar a la tortura, el asesinato político o la conspiración.

El caso de esta serie es singular. Lejos de la mirada justificatoria de todo lo actuado por el poder real que tenía su predecesora 24 Hours, en Homeland se percibe cierto halo crítico frente a tales metodologías.

Pero quizás el ingrediente más importante, el que enamora a los fans de la serie de Howard/Gansa sea la constitución del personaje central. Carrie Mathison está muy lejos de ser el héroe clásico norteamericano: es mujer, padece un trastorno bipolar, es madre viuda de un ex doble agente, no sabe cómo criar a su hijita, y está todo el tiempo luchando para abandonar ese escenario ciego, sórdido, abominable, que da marco a las operaciones de inteligencia. Y encima no puede vencer en esa batalla, porque es atraída como un asteroide inerte por ese agujero negro. No logra resistirse a la potencia de esa lógica de terror y muerte. Carrie Mathison termina siendo aceptada por el público. Es más, acaba siendo querible, su fragilidad pone a suficiente distancia los aspectos más oscuros de la historia.

En suma, una temporada más de una serie que algunos daban por muerta cuando el sargento Nicholas Brody, ese colorado que se ganó el corazón de la sufrida Carrie, murió ejecutado públicamente en una plaza de Teherán, y sin embargo se reinventa a sí misma, al punto de que este año, el terrorismo no surge de alguna cueva de Afganistán o de los campos de batalla sirios, sino de las mismísimas entrañas de la versión más brutal de Norteamérica.

Definitivamente, Homeland no es una serie que disfrutan sólo sus fans.