Las Coreas están separadas por un escalón: de cada lado suele haber unos cuatro soldados mirándose a la cara con su enemigo mortal, formados como a punto de comenzar un picadito de fútbol. Inexplicablemente, sobre esa línea de 5 metros de ancho, no hay barrera: el guardafrontera que lo quisiera, podría cruzarla, ateniéndose a las consecuencias.

Allí mismo, en una caseta azul dividida imaginariamente a la mitad por el Paralelo 38, se firmó el 27 de julio de 1953 un mero armisticio entre Corea del Norte y EE.UU., del que Corea del Sur fue ninguneada. Es decir que los tres países siguen técnicamente en guerra. Lo más singular de todo esto es que, a partir de esa breve línea de puntos, comenzaron a desarrollarse durante casi siete décadas dos modelos opuestos por el vértice, radicalizándose de manera pocas veces vistas. El hipercapitalismo tecnoconfuciano del sur -que llevó a la tasa de suicidios más alta del mundo desarrollo-, sólo es comparable al ocurrido en el Japón de la posguerra. Y al inédito comunismo dinástico –ese oxímoron– podría emparentarse solo con el extremismo de Pol-Pot en la Camboya de los ´70. A un lado y al otro de esa raya, los dos modelos opuestos por el vértice tuvieron algo en común, al menos hasta 1987: férreas dictaduras militares que asesinaron a decenas de miles de ciudadanos, en ambos casos, en nombre de la democracia y la libertad.

Lo que sucedió hoy en ese lugar donde las Coreas se rozan físicamente –la Zona Desmilitarizada, que es la más militarizada del mundo– no es nuevo. En el año 2000 hubo una histórica reunión entre Kim Jong Il –padre del actual líder norcoreano– y Kim Dae-jung, presidente de Corea del Sur, en la cual acordaron una zona económica común, donde el sur ponía el capital y el norte el trabajo. Pero al poco tiempo se discontinuó. Incluso el sur dio apoyo alimentario al norte para paliar la hambruna que generó el colapso de la Unión Soviética. El objetivo actual sería llevar la situación a ese momento otra vez, con alguna mejora. Porque en estos diez años la situación se fue tensando con dos crisis muy peligrosas: el hundimiento en 2010 de un barco de la Marina de Guerra surcoreana (por parte de Corea del Norte) y la escalada verbal y twitera entre Kim y Trump que hizo temblar al mundo, mientras se advertían uno al otro que tenían el botón nuclear más grande.

Pero la exitosa estrategia de Kim Jong Un -inaugurada por su padre en los ´90- fue la del “perro que ladra” y a lo sumo tira un tarascón. Y no podría haber sido distinto, porque un enfrentamiento hubiera equivalido a un suicidio personal por parte de Kim y la destrucción de su régimen en cuestión de horas. Claro que, él también podría reducir Seúl a cenizas, con o sin bomba atómica. Con la muerte del padre del actual líder norcoreano, Estados Unidos creyó ver una posibilidad de hacer caer al gobierno y reforzó presiones políticas y económicas. Pero Corea del Norte se recostó en su socio histórico, la China “comunista”.

China, por su parte, no desea una violenta caída del régimen de Corea del Norte, porque además de una posible catástrofe humanitaria en la frontera, ello implicaría la reunificación y tener en su patio trasero la influencia directa de su principal adversario en esta nueva Guerra Fría económica con EE.UU. Pareciera que para el líder chino Xi Jing Ping, el presidente Kim se habría pasado de la raya, creándole un problema grave en esa singular relación que tiene con EE.UU., de adversidad y sociedad a la vez.

Paradójicamente, el último capítulo de la Guerra Fría del siglo XX, se sigue peleando en la península coreana, ahora como caja de resonancia de conflictos que no estallan nunca de manera directa.

El fin último de Kim fue siempre negociar: no es un líder revolucionario inspirado en el internacionalismo socialista, sino un reyezuelo formado en las escuelas más caras de Suiza, fanático de la NBA: en 2014 se dio el lujo de invitar a su país a Dennis Rodman, el legendario basquetbolista, quien contó que Kim lo llevó en un yate a una especie de Ibiza norcoreana donde tomaban el whisky más caro del mundo rodeados de mujeres. La estrategia del norcoreano fue tensar la cuerda al máximo -encontró en Trump el adversario ideal- y adquirir una posición de fuerza que se podría resumir en una frase: “si me atacan explotamos todos”.

A esta situación se le sumó una carambola histórica. En Corea del Sur gobernó hasta el año pasado Park Geun-hye, hija del gran dictador surcoreano, con un perfil ultraconservador y nacionalista: no era la persona ideal para impulsar la paz. Pero antes de la mitad de su mandato, la presidenta cayó por un caso de corrupción que la llevó a la cárcel junto con el principal dueño de Samsung, Lee Jae-yong. Esto allanó el terreno para que ganara las elecciones adelantadas Moon Jae-in, un antiguo luchador por los derechos humanos quien, para el arco político surcoreano, sería un líder de centroizquierda y pacifista que nunca respondió a las provocaciones verbales de Kim y se dedicó a poner paños fríos.

El surcoreano Moon le dejó claro a Donald Trump que, cualquier decisión por parte de EE.UU, antes debía ser consultada con él. Las Olimpiadas de Invierno en Corea del Sur fueron el momento ideal para un gesto de distensión que pareció espontáneo. Y a partir de allí, la crisis comenzó a enfriarse.

¿Podría ser distinto esta vez el acercamiento? Quizá sí. Corea del Norte tiene ahora una posición de fuerza, algo para ceder. Y ya aseguró que lo hará: se desnuclearizará. La segunda pregunta es “¿no recibirán nada a cambio?”. El retiro de las bases norteamericanas de Corea del Sur es un reclamo de máxima inalcanzable. ¿Entonces para qué Corea del Norte invirtió millones de dólares en una tecnología de guerra que ahora abandonará? ¿Cederán todo para terminar parados otra vez en el mismo lugar que antes de todo esto? No. Porque Kim estaría recibiendo algo nuevo: el compromiso de no ser invadido para no terminar como Saddam Hussein o Muamar Khadafi. Esta vez se firmaría un tratado de paz formal y definitivo, que será alimentado con más gestos políticos y el surrealista próximo encuentro entre Kim y Trump.

Pero a nivel de placas tectónicas geopolíticas, una vez  más, aquí chocan China con Estados Unidos, y también confluyen. Resultado de que los misiles norcoreanos aterrizaran en el Mar de Japón el año pasado, este país estaba a punto de reformar su constitución para poder armarse, un impedimento que acarrean desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. A ninguna de las potencias implicadas -incluyendo a Rusia- le agrada la idea del rearme japonés: liberar tensiones en el Paralelo 38 le conviene hoy a todo el mundo. Por último, para interpretar este momento, hay un dato central: antes de cualquier movida en el tablero, el Kim viajó en tren a Beijing para reunirse con el presidente Xi Jinping, quien quizá sea el que más mueve los hilos por detrás de la escena pública.  

Corea del Norte tratará de reinventar su economía hacia el modelo chino -manteniendo la represión o acaso aflojándola un poco- y el presidente Moon, si tuviera el poder suficiente, podría impulsar cambios internos más de fondo -que ha insinuado-, terminando de democratizar una sociedad históricamente entregada a los lazos corruptos entre el poder político y los grandes grupos económicos -los chaeboles-, cuyos líderes estatales y privados han terminado casi todos tras las rejas, pero liberados al poco tiempo con indultos y reducciones de pena. De momento -y por un buen rato- Corea seguirá siendo una nación con dos caras, las de una moneda anacrónica que sigue girando en el aire desde 1953, sobre un polvorín nuclear, sin terminar nunca de caer.   

* Coautor con Daniel Wizenberg del libro Corea, dos caras extremas de una misma nación.