Todo lo sólido se desvanece en el aire (Marshall Berman dixit) en nuestro mundo globalizado del capitalismo tardío. Sus bases son tan frágiles como las de un castillo de naipes. Por más que nos refugiemos en la casa de ladrillos del chanchito trabajador, también nos alcanzará la crisis, en forma de hipoteca que se ha vuelto impagable o de la mano del desempleo o el empleo precarizado. El lobo soplará y soplará, lo destruirá todo, y nadie le pondrá debajo de la chimenea un caldero de agua hirviente para que deje de amenazar a los vulnerables: tal es el escenario de comienzo de milenio, signado por golpes financieros y explosiones de gigantescas burbujas que, en Estados Unidos y en Europa, dejaron su tendal de víctimas aturdidas:los huérfanos del “E/estado de bienestar”. 

El éxito internacional de la serie española La casa de papel (2017), cuya segunda y hasta ahora última temporada se lanzó hace poco por Netflix, seguramente tiene que ver con ese nuevo (o ya no tan nuevo) “E/estado de frustración”. Las películas “de atraco” (a la española) o heist film (a la anglosajona) son un subgénero en sí mismas. Solo que en este caso, el robo será de algo que todavía no existe: los ocho ladrones con alias de ciudades (dos mujeres: Tokio y Nairobi, y seis varones: Río, Helsinki, Oslo, Berlín, Denver, Moscú) que se introducen en la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre deberán fabricar los billetes que se lleven. Por eso, lejos de la técnica habitual del velocísimo y eficaz “asalto perfecto”, el tiempo de permanencia en el templo del dinero se prolongará hasta el límite de lo posible (toma de rehenes mediante)para que los asaltantes incrementen su botín. 

Pero en realidad no hay verdadero robo ni verdaderos ladrones, concluye el Profesor, cerebro externo de todo el operativo, ante la abrumada inspectora Raquel Murillo. Ni siquiera se trata de falsificadores, al estilo de Arlt. Los asaltantes producen dinero legítimo en el lugar adecuado. Y con ello, dice el Profesor, se limitan a replicar, en escala mínima, lo que el Banco Central Europeo ha hecho año tras año, creando “de la nada” miles de millones de euros para “inyectar liquidez al sistema”. Y dárselos, por supuesto, a los bancos, los grandes beneficiarios del desfalco a los pobres en favor de los ricos. Todo ello, al fin de cuentas, por obra y gracia de la ficción que sostiene el andamiaje social: el dinero. Mostrar ese carácter ficticio, desenmascararlo, despojarlo de su halo sagrado: ese es el mensaje de la posmodernidad desencantada que el Profesor transmite a la inspectora y al público. Pocos han descrito mejor que Fernando Vidal Olmos en Sobre héroes y tumbas, la absurda entronización del dinero como nuevo Dios con su religión propia cuyo templo son los bancos: “Proceso todo fantasmal y mágico pues, aunque ellos, los creyentes, se creen personas realistas y prácticas, aceptan ese papelucho sucio donde, con mucha atención, se puede descifrar una especie de promesa absurda, en virtud de la cual un señor que ni siquiera firma con su propia mano se compromete, en nombre del Estado, a dar no sé qué cosa al creyente a cambio del papelucho. (…) Y todo en representación de Algo que nadie ha visto jamás y que dicen yace depositado en Alguna Parte, sobre todo en los Estados Unidos, en grutas de Acero. Y que toda esta historia es cosa de religión lo indican en primer término palabras como créditos y fiduciario”.

Por momentos, el Profesor y sus compañeros parecen los héroes de una nueva revolución, los saboteadores y denunciadores del sistema. La palabra “resistencia” atraviesa más de una vez los diálogos, sobre todo los del Profesor con Berlín, que son en cierto modo, los opuestos complementarios. El primero: no violento, amable, idealista; el segundo: dispuesto a cualquier acción drástica, proclive a las actitudes sádicas, generalmente cáustico y cínico. Sin embargo, entre estos dos seres hay una fraternidad entrañable. Son los únicos que se conocen por sus nombres reales antes de comenzar el operativo. La primera temporada concluye con una escena que los muestra a ambos, solos en el comedor de la casa donde se ha preparado el asalto durante cinco meses. En ese final entonan juntos “Bella Ciao”, la canción de los partisanos antifascistas que el Profesor ha enseñado, como una suerte de himno, a todo el grupo. 

Sin embargo, “Bella Ciao” les queda muy grande a estos ¿revolucionarios? La impresión de casi mil millones de euros para usos particulares no provocará un cambio en el orden político, económico y social del mundo, sino solo la mejora de la calidad de vida de los asaltantes... al menos por un tiempo. Aunque algunos (Tokio, Berlín) tienen personalidades más transgresoras, las fantasías de casi todos están en línea con horizontes aspiracionales de la burguesía: el dolce far niente en una isla filipina o en una playa del Caribe; el casamiento de blanco y por Iglesia con bebé incluido (en la pareja despareja de Denver y la ex rehén Mónica), brindar a sus familias una vida confortable (Moscú, Helsinki, Oslo), recuperar un hijo perdido por irresponsabilidad (Nairobi). Representan, en ese sentido, a la inmensa mayoría que no necesariamente quiere abolir el sistema, sino ser incluida en él: recibir su parte de la torta, su boleto de entrada a la fiesta. 

Artísticamente La casa de papel, que desafía el verosímil desde sus muchos agujeros de información hasta los increíbles enamoramientos volcánicos desatados en cinco días, es un buen entretenimiento (sobre todo en la primera temporada) por su ritmo que no da respiro y el manejo del elemento sorpresa. No significa esto que falten clichés y golpes bajos en la representación de policías y servicios de inteligencia, en situaciones melodramáticas y sentimentales, en escenas de sexo. 

Con todo –y de ahí, entiendo,su vasta repercusión– es una fábula lo suficientemente atractiva (por lo representativa) para tiempos de nostalgia y desengaño.