Abundan las películas sobre la infancia, pero Carla Simón, directora catalana que el año pasado ganó el premio a Mejor Dirección en el 19° BAFICI por su opera prima Verano 1993, parece haber querido hacer algo distinto: una película en la infancia, instalada en el centro y a la altura de ese territorio tan difícil de abordar a través de la marea de nostalgia y las explicaciones racionales de la mirada adulta. Verano 1993 es un hallazgo porque propone una experiencia radical a lxs espectadorxs, la de acompañar a su protagonista, una nena llamada Frida (Laia Artigas), durante los meses posteriores a la muerte de su madre. Lo que se sabe con respecto a esa muerte y a la composición de la familia está dosificado a lo largo de la película y llega a través de las conversaciones de lxs adultxs, porque Verano 1993 mantiene la cámara a rajatabla muy cerca de Frida, a veces incluso para remedar su perspectiva.

A la nena la vemos abandonar la casa materna en Barcelona, que está siendo vaciada, para instalarse con sus tíos en el campo. Ellxs, Esteve (David Verdaguer) y Marga (Bruna Cusí), conforman una pareja joven y bella que vive con su hija de cuatro años, Anna (Paula Robles), rubia y tranquila. Pero nada es idílico en la nueva vida de Frida porque a ella poco pueden importarle las ventajas objetivas de ser adoptada como hija por una familia cariñosa, tener una nueva hermanita o vivir en el campo. Como cualquier niñx, agarrado fuertemente a la adaptación y la supervivencia, Frida trata de entretenerse, merodea la casa en busca de juegos y despliega una resistencia sutil basada en decir “no” a las imposiciones amables de lxs nuevxs progenitorxs. Muy de a poco se podrá saber que su mamá biológica, como la de la directora, murió por una pulmonía asociada con el SIDA (que en la película se nombra simplemente como “un virus”), y a la nena se le hacen controles periódicos para ver si está sana. Por eso cualquier herida y la consecuente posibilidad de contagio, además de la herida más profunda que lleva como escondida, la convierten en una especie de paria. Como contrapartida en lxs adultxs aparece la pregunta de cómo se establecen una paternidad y maternidad abruptas, que tratan de hacer pie entre el respeto a la pérdida de Frida y la necesidad de empezar a acotarla, dibujarle un territorio donde no todo dependa de los impulsos de una niña. Por eso lo que aparece en Verano 1993, además de la infancia, es la lenta conformación de una familia a través de tanteos que tienen más que ver con el instinto que con algún manual para establecer buenos vínculos.

Mientras tanto, el mundo a la altura de Frida –que muchas veces está sola o acompañada únicamente por Anna– es rústico y está lleno de una actividad adulta que por momentos la ignora. Aquí cobra protagonismo la casa de campo donde viven Marga y Esteve, de paredes anchísimas de piedra, rugosas, y el suelo terroso y escarpado que la rodea. En este nuevo entorno se permite a las niñas moverse con libertad, pero el lugar no es amable ni protegido y está lleno de pequeños peligros, pierdas, agua, ramas que pinchan o hacen tropezar, todo lo cual refuerza ese carácter doble de la infancia de estar protegidxs y al mismo tiempo totalmente expuestxs. En este punto, Carla Simón trabaja bastante con una experiencia tan primordial como es la de la oscuridad, la inquietud nocturna y el gesto de llamar a la madre como tanteando en la negrura, que la película hace funcionar en varios niveles. Así logra que Verano 1993 encierre un secreto que trasciende la infancia y que tiene que ver con la pérdida de los padres, con el hecho de que los peores temores ya han sucedido o van a cumplirse con certeza, y con un duelo en el que se puede diferenciar aquello que se acomoda y sigue su camino con esa otra sustancia de un dolor que permanece puro a través de los años, casi intacto.