En Ushuaia puede llover, helar o hacer calor, incluso en el mismo día. Pero lo que nunca se modificará será la fila de turistas dispuestos a pagar hasta 400 pesos para sacarse una foto con una réplica del Petiso Orejudo. Ése fue el perfil que comenzó a adquirir la “Cárcel del Fin del Mundo” desde que Perón ordenó clausurarla en 1947. La medida la instrumentó el director del Servicio Penitenciario Roberto Pettinato, padre del músico homónimo.

El Penal de Ushuaia fue concebido como una presión extrema y adoctrinadora, dispuesta a enderezar hasta al más torcido con regímenes de trabajo inhumano y en crudas condiciones climáticas. Los primeros reclusos tuvieron que hacer la cárcel, los siguientes fueron destinados a la construcción de la ciudad en torno al penal y hasta hubo recurso humano para una banda musical destinada a entretener a los lugareños libres.

Setenta años después de su cierre, hoy el lugar se reinventa como un museo del horror lo-fi: sólo uno de sus seis lugares está abierto al público, aunque el déficit se compensa con un sitio para comprar souvenirs. Entre ellos, el traje que los reclusos usaban, con rayas horizontales que eran azules y amarillas y no blancas y negras, para distinguirse mejor entre la nieve.

La “Cárcel del Fin del Mundo” fue una de las últimas cosas que inauguró Roca, quien al término de su segundo mandato, en 1904, ya era un viejo de 60 años lejano a aquel joven que lideró uno de los genocidios indígenas más grandes de la historia universal. Pero, así se llamen Julio Argentino o Mario Benjamín Menéndez, los criminales de Estado tuvieron sed de sangre hasta sus días finales. Y en esa línea Roca se despachó en su retirada del poder con una prisión de confinamiento para “presos peligrosos” --categoría que en toda época le ha cabido tanto a asesinos seriales como a disidentes políticos-- en la misma ciudad que él había ordenado fundar en 1884.

Allí se encontraron cara a cara, en la ciudad más austral del planeta, el asesino de niños Cayetano Santos Godino, nacido en Parque Patricios, y el anarquista Simón Radowitzky, inmigrante de Ucrania. El preso más detestado y el más reverenciado coincidieron durante siete años, desde que el primero llegó hasta que el segundo se fue.

Los viajes desde Buenos Aires duraban un mes y eran en la bodega de los barcos barco, donde los presos estaban expuestos a los gases del motor y solo disponían de un balde para mear y cagar. Pero lo peor estaba tras la puerta: ese páramo inhóspito en el sur de lo que se creía que era Argentina, un lugar que solo existía en los mapas.

Godino cayó en 1923, a sus 27 años, después de matar o intentar matar a decenas de niños, mientras que Radowitzky había sido traslado en 1911, con apenas veinte de edad, y tras dos de reclusión en la desaparecida Penitenciaría Nacional de Las Heras por asesinar al policía y represor Ramón L. Falcón. Los dos padecieron tratos hostiles en Ushuaia.

El Petiso Orejudo murió allí, veintiún años después de su confinamiento, maltrecho por distintos vejámenes, entre ellos uno que los presos especialmente le dedicaron tras matar a un gato que tenían como mascota. Simón había abandonado la cárcel en mayo de 1930, a cambio de irse de Argentina, logrando por decreto presidencial lo que había intentado sin éxito dos veces.

Escaparse del Penal de Ushuaia era fácil: no tenía muros de contención sino simples alambrados. Lo difícil era atravesar la soledad de ese clima gélido y una geografía con laberintos de montañas escarpadas. Radowitzky murió 26 años después en México, luego de haber pululado por Uruguay y España, donde intervino en la Guerra Civil.

En este mundo de gifts y souvenirs, ¿qué opinarían Godino y Radowitzky de esas filas de personas dispuestas a pagar por entrar al lugar del que ellos deseaban salir? Y, sobre todo, de los imanes que se venden con sus caras para colocar en uno de los pocos sitios capaces de replicar el frío de Ushuaia: las heladeras.