PáginaI12 En Francia

Desde Cannes

“A dónde está la libertad / no dejo nunca de pensar / quizás la tengan en algún lugar / que tendremos que alcanzar...” La poesía cruda y la voz ronca de Pappo –el tema es uno de los muchos del primer rock nacional que le pone clima de época a la historia– se corresponde con el espíritu ambiguo, ingenuamente perverso de El Angel, la película de Luis Ortega que acaba de pegar fuerte en la Croisette. Presentada en concurso en la sección Una Cierta Mirada del Festival de Cannes, con el director y todo su elenco –el notable debutante Leonardo Ferro, acompañado por el Chino Darín, Peter Lanzani, Mercedes Morán y Cecilia Roth– sobre el escenario de la Salle Debussy, la nueva colaboración de Ortega con el guionista Rodolfo Palacios después de Historia de un clan vuelve a ponerlos en la senda del crimen. Es increíble que en los 46 años que Carlos Robledo Puch lleva preso por haber cometido hacia 1971 once asesinatos a sangre fría cuando todavía no había cumplido la mayoría de edad, nadie hubiera intentado contar antes su historia. Pero aquí está ahora en Cannes y parece haber encontrado en el anárquico Ortega al director ideal, alguien que como reconoce él mismo (ver entrevista aparte) nunca se iba a poner a filmar el expediente. Lo suyo es más visceral, más arriesgado sin duda, en la medida en que el director –casi con la misma inconciencia con que Puch cometía sus crímenes– parece buscar en “el chacal”, como lo denominaba la prensa amarilla de la época, alguien en quien mirarse de frente, como en un espejo.

Hay sin duda cierta empatía con “Carlitos” que hace de El Angel una película tan magnética como incómoda. ¿Cómo no sentirse atraído por ese pibe que en la primera escena nomás entra a una lujosa casa ajena como si fuera propia, pone a todo volumen el simple de “El extraño del pelo largo”, se lo baila entero y después sale como si nada, los rulos rubios al viento en una reluciente moto Gilera que encuentra en el garaje, con un puñado de LP para los amigos y un collarcito de oro que después le regala a la novia, diciéndole que es un recuerdo de familia? Claro, cuando “Carlitos” después les toma el gusto a las armas y empieza a liquidar laburantes, serenos y seguratas –varios de ellos por la espalda, o mientras dormían– como si fueran muñecos, la identificación se vuelve bastante más compleja. ¿Quién es ese chico de clase media, al que no le falta nada, ni siquiera las milanesas con puré que le hace la mamá (Cecilia Roth), y que sale a robar y matar como si fuera un juego? La película de Ortega plantea la pregunta, pero tiene la virtud de no intentar responderla: Puch sigue siendo un enigma, tanto hoy como en 1972, cuando después de una redada espectacular que involucró a media policía cayó preso, para siempre.

Más allá de la centralidad absoluta del personaje de Puch, El Angel también pone su acento en su relación con su amigo Ramón (Chino Darín) y sus padres (Daniel Fanego, Mercedes Morán), quienes lo inician en los choreos y en los fierros. “El mundo es de los ladrones y los artistas, los demás tienen que salir a trabajar”, le explican (y Ortega parece hacer propio ese axioma). Con Ramón se demoran en el espejo de una joyería que están robando y se confunden con todos los mitos de la época: “Bonnie & Clyde”, dice uno. Y el otro le responde, como si fuera lo mismo: “Fidel y el Che”. O “Perón y Evita”. La Biblia y el calefón. 

Esa confusión de los muchachos es también la de su sexualidad: tienen sus noviecitas rubias (gemelas, lo que ya dice mucho de ellos), con las que salen a tirar algunos tiros por ahí, pero sienten una atracción mutua que nunca llegan a consumar, sino a través de la adrenalina y la muerte. Los titulares de Crónica igualmente definen a Puch a su modo, sin vueltas, en letras de molde: “el invertido”, le dicen. 

La película de Ortega nunca se pretende política, pero a su manera también lo es, de modo tangencial. La policía no parece preocuparse demasiado por los robos ni por los asesinatos que conmocionan la zona norte de Buenos Aires porque básicamente está concentrada en buscar “terroristas”. ¿Y quién iba a pensar que ese chico con aspecto de querubín, de nene de su casa, andaba calzado con dos revólveres a falta de uno, como en un western, y que iba matando gente por ahí? Ni siquiera el comisario que lo tiene delante lo puede imaginar. Las fuerzas del orden de la dictadura (corrían los años de Alejandro Agustín Lanusse) andan detrás de unos demonios subversivos y nadie parece darse cuenta de que ese ángel que anda suelto, no muy lejos de la Casa de Olivos, expresa, quizás como nadie, la violencia profunda, latente de toda una época.