Desde París

Donald Trump es una tragedia moderna. La ruptura del pacto nuclear con Irán firmado en Viena en 2015 por los cinco miembros del Consejo de Seguridad de la ONU más Alemania (Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, Rusia y China) destroza el ya imperfecto multilateralismo instaurado después de la Segunda Guerra Mundial al mismo tiempo que arroja al mundo a la boca de un lobo al acecho y vuelve a sacudir una región que aún está pagando los tributos de la segunda Guerra de Irak desencadenada en 2003 por la administración de George Bush con la excusa de una de las mentiras más inconmensurables de la historia de la humanidad. Trump es la nueva versión del Imperio contraataca. Sólo cambiaron los actores. La ideología intervencionista de los famosos halcones de Bush  sigue siendo la misma. Los Dick Cheney, Donald Rumsfeld o Paul Wolfowitz fueron reemplazados por John Bolton (Consejero de la Seguridad Nacional en la Casa Blanca), Mike Pompeo (Secretario de Estado) y la torturadora profesional y próxima directora de la CIA Gina Haspel.  Sesenta y cinco años de historia colonial, de intromisiones, de guerras, de destrucciones masivas, de decenas de miles de muertos y millones de refugiados no dejaron ninguna lección. En 1953, luego de la nacionalización de los hidrocarburos decidida por el Primer Ministro iraní Mohammad Mossadegh, la CIA puso sus pies en Medio Oriente cuando operó, junto con los británicos del M16, para derrocar al nacionalista Mossadegh (operación Ajax) y poner en su lugar a un siervo, el general Fazlollah Zahedi, y luego restaurar en el trono al Sha de Irán, Mohammad Reza Chah. Desde el 53 hasta este Siglo XXI ha sido una serpentina de desaciertos e intromisiones. Como la política de apertura de Reza Chah hacia China, la Unión Soviética y Europa no gustó, Washington se dedicó a complotar contra su antiguo asociado al tiempo que se aliaba con el eje sunita, dentro y fuera de la OPEP: Arabia Saudita, Kuwait, Bahréin, Emiratos Árabes, Omán y más tarde Qatar. Pero Irán, una vez más, se les escapó de las manos cuando en 1979 triunfó la Revolución iraní liderada por el Ayatola Jomeini. Desde entonces, la influencia regional iraní no hizo sino proyectarse con más fuerza mientras se sucedían los enfrentamientos entre Washington y Teherán: la toma de rehenes en la embajada norteamericana de la capital iraní en 1979, la muerte de 241 soldados norteamericanos en un atentado perpetrado en Beirut en 1983, el derribamiento de un avión civil de Iran Air por un barco de guerra norteamericano (1988, 290 muertos), la guerra entre Irak e Irán (1980-1988, 800 mil muertos) alentada por Estados Unidos, varias potencias occidentales y países árabes para restarle predominio a la expansión chita, o el cyber ataque norteamericano israelí con el virus  Stuxnet contra el programa nuclear de Teherán son algunos de los episodios más conocidos de una confrontación donde entran, además de Israel, con quien Irán no comparte ninguna frontera común, otros tres actores regionales bajo influencia iraní: Siria, el Líbano y el Hezbollah. Donald Trump le dio un espaldarazo substantivo a los sectores más conservadores iraníes que, desde el principio, se opusieron al acuerdo nuclear promovido por Barack Obama y el presidente iraní Hassan Rohani. Desde Qaseim Soleimani, el hombre que dirige la Fuerza Al-Qods (los grupos especiales de los Guardianes de la Revolución), hasta el Ayatola Ali Jamenei, todo el arco conservador iraní no puede más que aplaudir la aventura de Trump: la primeras consecuencias de la ruptura del acuerdo de 2015 apenas tardaron un par de horas en plasmarse: el petróleo aumentó más del 10 por ciento, en el Golán estalló un nuevo episodio militar entre Israel y Siria con Irán de por medio, las empresas que habían firmado contratos con Teherán están en la cuerda floja  mientras que en Europa los 28 países miembros de la UE no se sacan de encima la sensación de haber sido tratados como figurantes de una pieza en donde el mandatario norteamericano no respetó ninguno de los roles asignados. Pisoteó a los países garantes del acuerdo con Irán (Francia, Alemania, Reino Unido, más  China y Rusia) cuyo papel fue esencial para llegar al texto acordado en 2015 al cabo de una década de tensiones y dos años de negociaciones. 

El trumpismo ha sido una aplanadora contra los consensos internacionales y una humillación para Europa. En francés, la palabra que circula entre las cancillerías europeas es “effroi” (consternación, horror, conmoción). Donald Trump destruyó el acuerdo de París sobre el clima, activó una guerra comercial con Europa (acero), reconoció unilateralmente a Jerusalén como capital de Israel (la embajada norteamericana se trasladará de Tel Aviv a Jerusalén) y, en varias ocasiones, se burló groseramente de las víctimas de los atentados cometidos en París en noviembre de 2015 por un comando del Estado Islámico. El martes, el día siguiente de que Trump destruyera el acuerdo con Iran, el embajador norteamericano en Alemania usó Twitter para amenazar a las más de 10.000 empresas alemanas que tienen negocios pendientes con Teherán: “las empresas alemanas presentes en Irán deben cesar inmediatamente sus actividades”, escribió Richard Grenell. Berlín exporta productos por unos tres mil millones de euros hacia Irán y hay 120 empresas alemanas que han instalado sus sedes en la República Islámica. Francia conoce un panorama semejante con cientos de contratos en estado de suspensión debido a las amenazas de sanciones norteamericanas contra las empresas que hagan negocios con Irán. Hay cerca de 300 empresas francesas que en los últimos dos años iniciaron gestiones para establecerse en Irán. Grupos como Total, Renault, PSA Airbus o Accor firmaron contratos considerables. En 2017, Total estableció un contrato por 1,75 mil millones de euros para desarrollar en el Golfo Pérsico el South Pars, que es el yacimiento de gas natural offshore más grande del mundo. A su vez, Renault y Peugeot (PSA) pasaron a detentar el 40 del mercado automotriz iraní. En cuanto a Airbus, el constructor aeronáutico europeo tenía un pedido de IranAir para suministrarle unos cien aviones por un monto de 17,5 mil millones de euros. Bruno Le Maire, el Ministro francés de Economía, aclaró que “era inaceptable” que Estados Unidos se instalara como “un gendarme económico del planeta”. 

Los tan halagados “dividendos de la paz” que acarrean los acuerdos que ponen fin a las confrontaciones se hicieron añicos. Con la decisión de Trump ha muerto la imperfecta arquitectura mundial. El presidente francés, Emmanuel Macron, fue el líder europeo que más se comprometió en la búsqueda de un acercamiento con Washington hasta el punto que llegó a poner en escena lo que la prensa calificó como “la diplomacia del beso”. Macron viajó a Washington antes que la canciller alemana Angela Merkel y el jefe de la diplomacia británica Boris Johnson. El jefe del Estado francés propuso que se renegociara el acuerdo con Teherán, que se abordara el tema de los misiles balísticos y, de paso, que se despejaran las sombras en torno a la presencia iraní en Siria y el Líbano. El trueno trumpista devastó el beso. Los europeos están desarmados, con el sueño del “amor transatlántico” roto entre las manos y, encima, en el seno de los 28 países de la Unión Europea, con varios líderes que siguen más a Washington que las tímidas premisas europeas o que, como Hungría, encarnan un trumpismo local. República Checa, por ejemplo, rompió la postura del Viejo Continente ante Israel cuando decidió plegarse a la decisión de Trump y trasladar su Embajada a Jerusalén. Sin una real capacidad de negociación diplomática colectiva, el peso económico de la Unión Europea no sirvió de mucho ante el matonismo de la presidencia norteamericana. 

La UE, con Francia, Alemania y Gran Bretaña a la cabeza, buscará cómo puede salvar el acuerdo con Irán. De ello no sólo dependen los contratos firmados por sus empresas, sino una suerte de estabilidad regional amenazada por el enfrentamiento entre Israel e Irán, el revanchismo irresponsable de las potencias sunitas como Arabia Saudita, y por la interna Iraní entre los “duros” que acusan a los moderados como el presiente iraní Hassan Rohani y al canciller Jafar Zarif de haber “traicionado” a la nación pactando con el gran satán de Occidente. El mundo ya conoce el sabor del « America first » de la campaña electoral de Donald Trump. Y también se sabe de antemano qué ocurrirá. Lo que se está diseñando es un error tan garrafal como el que cometió la administración Bush en 2003 cuando decidió, de forma unilateral y con una mentira de por medio, ocupar Irak y derrocar a Saddam Hussein (París, Berlín y Moscú se opusieron sin reservas). Guerras sin fin, resurgimiento del terrorismo con la imbricación, a partir de esa invasión, del Estado Islámico y, colmo de las paradojas, la restauración de la influencia regional iraní que hoy Trump y sus aliados en Israel y en Arabia Saudita se empeñan en restringir. La primera potencia mundial se adjudicó el calificativo de “rogue state, un “Estado delincuente” que no acata ninguno de sus compromisos internacionales, que hace y deshace sin que le importen las consecuencias de sus actos. Medio Oriente se desgarra con los zarpazos de Occidente. En 2003, Georges Bush abrió las puertas del infierno con su delirio de exportar la democracia a Irak sobre una alfombra de bombas. En 2011, el ex Presidente francés Nicolas Sarkozy consiguió una vergonzosa legitimidad del Consejo de Seguridad Naciones Unidas para derrocar al presidente Muhammar Gadafi (resolución 1973). Junto a la OTAN, Estados Unidos, Gran Bretaña y Canadá la operación terminó con la caída de Gadafi, el desmembramiento de Libia y la restauración de otro infierno más profundo: la crisis de los refugiados que, a través de las costas del Mediterráneo, huían de las guerras desencadenadas por Occidente. El flujo más importante de migrantes provenía de los países donde las potencias lanzaron sus mandíbulas: Siria, Afganistán, Irak. Ahora con los europeos en contra, Trump repite la misma jugada. El presidente norteamericano diseña el orden mundial mordiendo su espina dorsal.

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