Puntual como una elección presidencial en un país ordenado, cada cuatro años llega el Mundial. Y con él, el eterno interrogante acerca de las posibilidades de nuestra selección de ganar o llegar a la final, de si Messi o Maradona, de si que hay que usar los jugadores de afuera o los de adentro y las correctas estrategias de los cada vez más insondables DTs de la celeste y blanca. Pero, sobre todo, con el Mundial llega el nunca bien ponderado “clima mundialista”, rama específica del llamado “humor social” que día a día va copando todos los ámbitos del quehacer nacional, laboral y doméstico. Lo cierto es que el clima mundialista casi no se ha hecho sentir hasta ahora. Es verdad que faltan todavía unas semanas para el paroxismo, pero en rigor el problema no es de falta de manija oficial o de una previa fría. El país no ayuda. La economía está demasiado mal –en su versión más vertiginosa, la financiera, peor– como para no desviar el clima futbolero, con un gobierno que no acierta ni a hacer cortinas de humo, con un panorama ,nada improbable, en el que se llegue a la ceremonia de apertura con el dólar Rattazzi de 26 o el Etchevehere de 30. Y con una selección en la que francamente muy pocos creen y que menos todavía, quieren. Y hasta esa falta de fe llama la atención: la antipatria del Mundial 86 por lo menos era belicosa. Esta versión 2018 es francamente deprimida. 

En eso estábamos –en eso estamos– cuando empezaban a insinuarse las primeras pinceladas argentas en las publicidades televisivas: la cerveza que te envuelve en la bandera con espuma e histeria, la mermelada que si comprás 420 frascos en un mes te lleva a Rusia, los insufribles hinchas con la camiseta que se despiertan en el frío helado de Moscú o San Petersburgo y empiezan a cantar el himno nacional con ese in crescendo retumbón que  personalmente me pone muy nervioso. En eso estábamos, con el dilema ético de si no es medio irrelevante preguntarse por los rivales de la Argentina en medio del brutal ajuste que se viene con el rival llamado Fondo Monetario, cuando TyC Sports sacudió la apatía e instaló de golpe y porrazo el “clima mundialista”. Y lo hizo con un desconcertante spot que a causa de la reacción en redes y medios, debió suspender su emisión. Y lo hizo con virilidad, sin tapujos, como lo hace un macho que se precia, apuntando al corazón del asunto con una temeridad inusual: directo a la mandíbula de Vladimir Putin. 

Es incomprobable, pero casi seguro, que ni TyC ni nadie se hubiera atrevido a mojarle la oreja a Donald Trump por homofóbico, maltratador de mujeres y sudacas si el mundial fuera en USA y nosotros los argentinos, nos presentáramos como los campeones de la sensibilidad masculina. Y, dicho sea de paso, en el video a Putin no le cuestionan tanto su política de estado bestial y homófoba sino el hecho de ser un “hombre duro” al que no le gustan “las manifestaciones del amor entre hombres”. Pero en ese caso habría que atribuirle intenciones más complejas e insidiosas al spot de las que realmente parece tener, todo muy básico y jugado en ese borde que la publicidad a veces maneja tan bien donde nos manipulan con las emociones y sentimientos mínimos. Todo es muy manipulador, muy Durán Barba. Sólo al final parecen mostrar una hilacha malévola cuando la voz relatora le insiste a Putin con ese y sabe qué, esta enfermedad que usted presupone en el amor entre varones ¡es contagiosa! Alguien pensó eso. O de verdad vive en un frasco.

Pero si bien resulta un tanto irrazonable tratar de “leer” los mensajes del spot a la luz del paradigma post teorías queer, uno no puede dejar de pensar que sí hay un marco conceptual en esta reivindicación del hombre que llora. Arrancó en los 90, alrededor del libro-Biblia de Robert Bly, Iron John y del movimiento que se fue generando en Estados Unidos y luego fue llegando a todas partes aupado en los brazos de la por entonces ascendente autoayuda: se trataba en este caso de ayudar a los varones a ser mejores personas, menos machistas…menos hombres; era la “nueva masculinidad”, un intento de dialogar con el feminismo desde una postura positiva: la reivindicación del macho sensible, del hombre que se abraza a un árbol y a un hermano, que se va a hacer retiros espirituales a un bosque, a tocar la pandereta en grupo y reencontrarse con el grito primal; un hombre que si por un lado se reconectaba con lo sensible y natural del varón de la especie humana, deponía las marcas guerreras y asumía su lado femenino. 

Se publicaron libros, se hicieron grupos de reflexión entre varones, retiros y campamentos, se buscaron raíces filosóficas en el budismo y el yoga. El movimiento de la nueva masculinidad fue, y es, un movimiento interesante pero absolutamente insuficiente a la luz del nuevo feminismo y las nuevas reivindicaciones de minorías sexuales, que no desterró estereotipos, que inventó otros (el hombre que exalta el spot, por ejemplo) y que no rozó demasiado la cuestión gay si bien la merodeaba permanentemente. Para no abundar en el tema: da la impresión de que los varones del spot están más cerca de las sobreactuaciones del “varón nuevo” de la nueva masculinidad, que de las homosexualidades reales. Las confusiones son muchas como para ensañarse y sobre todo si uno cree que el spot es más disparatado que discriminatorio y especialmente desafortunado cuando cualquier buena intención acerca de criticar a Putin naufraga con un gesto de meter un dedo en un anillo hecho de otros dedos o mostrando ¡un culo sangrante! Sin dudas el spot refuerza estereotipos, pero paradójicamente refuerza más los estereotipos de un supuesto Super Macho que se pasa de rosca que el de una mariquita que teje y cose. 

Hasta aquí los hechos. Parece que al spot no lo vamos a volver a ver en vivo aunque tiene el incuestionable mérito de haber calentado el clima mundialista. Parece que hasta ahora Putin decidió no bombardear la Argentina aunque esperar alguna represalia en los arbitrajes es más que posible. Como al fin y al cabo bien dice el fallido spot: él es un hombre duro. Putin: decime qué se siente.