Desde Nueva York y Barcelona

UNO Hace un par de semanas, Rodríguez caminaba por Manhattan y no podía dejar de fijarse –en paradas de autobús y en flancos de autobuses– en los anuncios avisando del inminente estreno de una nueva versión de Fahrenheit 451 de Ray Bradbury (publicada originalmente en 1953 previo paso por la revista Playboy y ahora marca HBO). La novedad es que ahora Montag es afroamericano (¿la próxima será mujer?). Y Rodríguez –tan feroz publicista como influible por la publicidad; la de publicista, como la de escritor, es la profesión que funde virus y vacuna– no demoró en lanzarse a la búsqueda de una librería. Ya no hay tantas en la ciudad. Las alguna vez colosales y omnipresentes Barnes & Noble han sido casi extinguidas por Amazon (la mole de The Strand, por supuesto, permanece y permanecerá hasta que quiera, porque la familia propietaria es también dueña del edificio). Por lo que hay que buscar y encontrar alguna de esas “independientes” y más o menos pequeñas/grandes y coquetas bookstores que comienzan a reproducirse como foco de resistencia casi bradburiano con libreros sensibles al frente más que dispuestos a apagar incendios y mojar sequías. Así, Rodríguez bajó por Broadway hasta la más que positively 4th St. y entró a McNally Jackson (con contundente sección en español regentada por el entusiasta y entregado uruguayo Javier Molea). Y compró un ejemplar de la novela de Ray Bradbury así también como otro libro de Ray Bradubury que no conocía: el complementario A Pleasure to Burn, donde se reúnen todos los materiales dispersos y piezas sueltas –relatos y nouvelles– compartiendo el mismo tema e intenciones de Fahrenheit 451.

Rodríguez se llevó ambos pensando en que serían una buena lectura para el avión de vuelta (de un tiempo a esta parte Rodríguez sólo puede releer en el aire, necesita tramas cuyo final conozca en caso de...). Y Rodríguez vio que no quedaban muchos ejemplares. Y pensó en la paradójica ironía de la televisión poniendo de moda a un clásico inmortal que se la pasa todo el tiempo condenando a las pantallas desde sus páginas. Y se acordó de las palabras de Bradbury quien –en una entrevista– consideraba a los libros electrónicos como “páginas reproducidas en una pantalla de televisor” porque “no puedes sostener una computadora en tus manos del mismo modo en que sostienes un libro. Una computadora no tiene olor. Mientras que los libros tienen dos perfumes: cuando el libro es nuevo, huele genial; cuando es viejo, huele aún mejor. Huele a Antiguo Egipto. Un libro es eso que tienes en tus manos y a lo que le rezas y que luego te metes en un bolsillo y sales a caminar sin siquiera abrirlo pero sabiendo que te acompañará para siempre y sin descomponerse nunca”. 

- DOS Y este Fahrenheit 2018 –dirigida por Ramin Bahrani y con Michael B. Jordan como Montag y Michael Shannon como el Capitán Beatty y, guiño sci-fi, Keir “Dave Bowman 2001 Dullea” como el Historiador– es más high-tech y efectista y violenta que la aproximación seca y descarnada (y un tanto desalmada) de Fraçois Truffaut en 1966. 

Rodríguez la mira de regreso en casa con un ojo en su MacBook Pro (presentada en Cannes y a estrenarse este sábado en la HBO pero ya pirateada, sí; le compró el DVD a un vendedor callejero del SoHo) mientras con el otro ve el libro, y al fondo y en la tv resuenan las chamuscadas tonterías de un nuevo debate de investidura en busca de un flamante muñeco de paja para las hogueras de las batallitas por Cataluña. (Por la noche, con Rodríguez en los últimos tramos de la novela, ya con esos líricos lectores memoriosos creciendo a hombres-libro, será el turno de una nueva y calcinante edición catódica-catatónica de ese despropósito trash-continental que es Eurovisión.) 

Y Rodríguez comprueba que mucho de la novela no está en lo de HBO (ha desaparecido el personaje clave que es la esposa de Montag) o ha sido muy modificado entre explosiones y efectos especiales. Y puesto al día: los incendios de Montag (Bradbury tomó su nombre prestado a una empresa fabricante de papel) son transmitidos en directo y en modalidad reality/fake news a las masas telespectadoras. Y todos son adictos enganchados a una versión aún más poderosa de internet especialmente diseñada para idiotizar a sus usuarios. También hay un desconcertante pajarito del que depende la memoria del mundo. 

Y, sí, de nuevo, otra vez: el libro –que de tanto en tanto suele ser prohibido por escuelas y bibliotecas norteamericanas– es mucho pero muchísimo mejor. Y “Era un placer quemar” sigue siendo una de las mejores primeras líneas en la historia de la literatura.

- TRES Y en la novela, Bradbury –quien siempre se consideró no un anticipador sino un advertidor de futuros, más allá de que entre sus capítulos se advierta de televisores de plasma y auriculares uniéndonos a iPods y cajeros automáticos– pone las palabras justas en boca de Beatty explicándole a Montag de qué va la cuestión: “En cierta época, los libros atraían a alguna gente, aquí, allí, por doquier. Podían permitirse ser diferentes. El mundo era ancho. Pero, luego, el mundo se llenó de ojos, de codos, de bocas. Población doble, triple, cuádruple. Films, revistas, libros, fueron adquiriendo un bajo nivel, una vulgar uniformidad... Imagínalo. El hombre del siglo XIX con sus caballos, sus perros, sus coches, sus lentos desplazamientos. Luego, en el siglo XX, acelera la cámara. Condensaciones. Resúmenes. Todo se reduce a la anécdota, al final brusco. Los clásicos reducidos a una emisión radiofónica de quince minutos. Después, vueltos a reducir para llenar una lectura de dos minutos. Por fin, convertidos en diez o doce líneas en un diccionario. Salir de la guardería infantil para ir a la universidad y regresar a la guardería. Ésta ha sido la formación intelectual durante los últimos cinco siglos o más. La mente del hombre gira tan aprisa a impulsos de los editores, explotadores, locutores, que la fuerza centrífuga elimina todo pensamiento innecesario y origen de una pérdida de tiempo. Los años de universidad se acortan, la disciplina se relaja, la Filosofía, la Historia y el lenguaje se abandonan, el idioma y su pronunciación son gradualmente descuidados. Por último, casi completamente ignorados. La vida es inmediata, el empleo es lo único que cuenta, el placer domina todo después del trabajo. ¿Por qué aprender algo, excepto apretar botones, enchufar conmutadores, ajustar tornillos? La vida se convierte en una gran carrera, Montag. Todo se hace deprisa, de cualquier modo... Y cada vez la mente absorbe menos porque cuanto mayor y más rápido es el mercado, Montag, menos hay que hacer frente a la controversia, recuerda esto. No es extraño que los complicados libros dejaran de venderse... No hubo ningún dictado, ni declaración, ni censura, no. La tecnología y la explotación de masas produjo el fenómeno, a Dios gracias”. 

Es decir y en resumen: en el principio de la fiebre –y contrario a lo que piensan mucho de los que se refieren a Fahrenheit 451 de oídas y no de pupilas– nadie prohibió nada. Simplemente, se fue dejando de leer y de ver para preferir mirar a ciegas.

En el televisor de Rodríguez –con el volumen bajo pero aún así ensordecedor– los políticos catalanes se dedican encendidas arengas sin nada de chispa y los artistas europeos aúllan canciones fogosas. Pero, claro, hay una pequeña pero vital diferencia entre lo ardiente y lo apenas inflamable, entre estar en llamas o estar quemado, entre sostener un ebook o que un libro te sostenga.