Pasar muchas horas en la terraza puede provocar un deseo quejumbroso por tirarse, por hacer de la práctica del suicidio una canción tediosa y malsana como una radiación que no se termina. Es que Virginia piensa como si una locomotora le atravesara el cuerpo. Poco le importa la casa que se hunde en la divinidad del agua y deja los muebles del tamaño de una maqueta. En lo alto, en ese lugar donde se ha convertido en una vecina peligrosa, capaz de desatar la tan codiciada tragedia, Virginia tiene algo de esa ansiedad final de Sylvia Plath. Esa palabra que no cesa en el personaje al que María Onetto convierte en una figura radiante en su tristeza, escribe con la voz un tratado sobre el suicidio, sobre el modo en que un hijo decide que ya no quiere vivir y una madre se pregunta si, tal vez, ella no debería hacer lo mismo.

Su dolor, que en una actriz como Onetto es una intensidad rabiosa, inteligente que pasa a mirar el mundo desde un lugar ajeno, como una especie de autora que ya no puede creer en lo mínimo que sostiene la cotidianidad compartida, atrae a Lidia, su hija, que al comienzo quiere sacarla de esa anomalía tenaz pero después se integra a la digresión de la madre. Porque En lo alto para siempre lo aleatorio se convierte en la forma más contundente de una dramaturgia que es, en realidad, introspectiva, que propone un momento de suspensión, donde la vida se aleja y Lidia y Emilio, ese plomero que llega a reparar la inundación pero se suma a la odisea filosófica de Virginia, hablan como personajes escapadxs de una novela.

Camila Fabbri y Eugenia Pérez Tomas escriben y dirigen con la sensibilidad y la agudeza que irradia la obra de David Foster Wallace pero lo hacen atrapadas en esa inconsistencia de los cuerpos que necesitan recuperar algo de la vida que Pablo se llevó al matarse. Hay en el texto un realismo que se deshecha para imaginar a los personajes en una escena donde se suponen escritores de las extravagancias que su propia insatisfacción les sugiere. El montaje que las autoras realizan, une el relato del drama del suicidio con la publicidad de un quitamanchas como el fondo sonoro de la escena que ocurrirá para siempre en la cabeza de Virginia. Ella, como buena profesora de filosofía, puede pasar de la abstracción a lo concreto. De lo más banal a lo irreparable. 

Hay algo festivo en los muebles que se achicharran por el agua, esa tragedia del orden de lo práctico que Emilio no puede resolver. La curación que el personaje compuesto por Marcelo Subiotto realiza tiene que ver con entender ese amparo que Virginia encuentra en las alturas como un modo de desentenderse de lo que ocurre en lo más bajo de la tierra. 

La palabra trae esa abundancia de la mirada como una bayoneta que va a salpicarlos a todos con su sangre. La dramaturgia abre el experimento en el que Virginia atrapa a los otros personajes. Ellos se descubren en sus anotaciones, en la libreta que Emilio comparte, en el poema de Lidia para el hijo que lleva en la panza donde la escritura aparece en el tono de un secreto que se le regala a lxs extrañxs.  

En los textos de Fabbri y Pérez Tomas se establece esa duda sobre la materialidad del cuerpo donde la aflicción tiene la imagen de un fantasma que solo se derrumba cuando ya no se puede hablar ni escribir sobre él, cuando se tiene la certeza que se aloja en la propia mente y no hay modo de combatirlo. 

En el contraste que el espacio diseñado por Mariana Tirantte compone entre la pequeñez de los objetos y la desmesura de los cuerpos a la intemperie, Pablo, que ejecuta su muerte como un acróbata, expresa un movimiento infinito al que hay que saber extirparle todas las obsesiones que deja como herencia. 

En lo alto para siempre se presenta de jueves a domingos a las 21 en el Teatro Cervantes. Libertad 815. CABA.