Quién era yo en aquel mayo de 1968. Recuerdo una cita que había encontrado en Paul Nizan y me representaba: Yo tenía veinte años. Y no permitiré que nadie diga que es la edad más hermosa de la vida. Con este tono intransigente arrancaba Nizan su crónica Aden-Arabia, publicada cuando él ya había muerto en combate. Más de un autor joven la emplearía como epígrafe o consigna (el joven Vargas Llosa la estampó de acápite en su primera gran novela, La ciudad y los perros). Esa frase cuestionaba mis veinte años, ponía en tela de juicio las certidumbres de mis mayores. Aun aislada conserva su sentido: liquida el juvenilismo, en especial en este tiempo donde ser joven es un mandato capitalista, un slogan que propicia un mundo de feliz alienación new age gimnástica.

Es cierto, Aden Arabia está más cerca del panfleto y la diatriba, que de la crónica que se propone ser. Su estilo es urgente, conciso, poético, furioso: de cada mínimo hecho de la situación colonial arranca una conclusión desoladora. Y lo que podría ser un reparo a su escritura nerviosa consigue el milagro de ser leído a toda velocidad, la misma velocidad con que se avecinaba la masacre. Intento sin melancolía retratar al lector que yo era a los veinte años. Nizan me hablaba. Yo trabajaba de cadete en una agencia de publicidad, era delegado gremial y de noche estudiaba Letras. También militaba en una agrupación trotskista. La proletarización se imponía como exigencia revolucionaria, es decir, moral. Algunas madrugadas no dormía: con los compañeros de la agrupación repartíamos nuestro periódico en la puerta de una fábrica. Me acuerdo de un amanecer de invierno de suburbio, parado delante de los portones mientras ingresaban los obreros. Me acuerdo como si fuera hoy. Le entrego el periódico a uno de ellos, un criollo que dista de la idealización forzuda de Carpani. Él lo recibe, lo mira y me palmea el brazo: “Vos que podés, pibe, andá a estudiar. Nosotros somos peronistas”.

Debo incorporar imprescindibles datos de época: ese mismo año el peronismo se partía con la creación de la combativa CGTA de los argentinos, enfrentada al sindicalismo entreguista, ortodoxo y burócrata. Y en Taco Ralo se iniciaba la guerrilla peronista, las FAP. Las manifestaciones relámpago empezaban a ser constantes. Rescato una consigna de entonces: “Con los líderes a la cabeza o con la cabeza de los líderes”. 

Sartre supo decir que la juventud es una edad burguesa: los hijos de trabajadores no tienen juventud, pasan de la infancia a la fábrica. Aunque yo pertenecía a una familia trabajadora, mi padre gremialista se las ingenió para armar una biblioteca. No se llegaba a fin de mes, pedíamos prestado a parientes, pero en esa biblioteca del galpón del fondo se encontraban Zola y Dostoievski, Marx y Bakunin, Éramos superiores, según mi padre, a los pudientes que nos socorrían con una expresión entre la lástima y el desprecio. Es decir, la relación entre literatura y dinero. Yo había logrado algo que para él había sido una meta inalcanzable: el acceso a la universidad. Mi uniforme de trabajo era un saco azul, camisa blanca, corbata, pantalón gris y mocasines. Pero para ir a las fábricas, me ponía un pulóver gastado en los codos, un vaquero viejo y botas deformes. Había que vestirse de humilde para ir a las fábricas, nuestra indumentaria procuraba un verosímil. 

Escribo este texto desde la memoria, y escribo sobre la memoria. Conozco el riesgo: la memoria es siempre personal, y sólo a veces coincide con la ajena. Eso persigo: ese ensamble entre lo íntimo y lo colectivo. Desde aquel amanecer en la entrada de una fábrica corrió demasiada sangre bajo el puente. A medida que pasa el tiempo y la edad se convierte en experiencia, en tristeza y dolor, uno se vuelve la suma de sus citas. Lo que pensaba entonces en parte lo pienso ahora: el 68 no era un fenómeno mundial que comprendía una generación, aun cuando los jóvenes estuviéramos en la calle tirando molos, levantando un empedrado y poniéndole el cuerpo a los gases y los perros, a “los cosacos”, como se llamaba a la policía montada. 

No era lo mismo ser joven en París que en el Tercer Mundo. Aquella rebelión juvenil parisina hoy ocupa, como si se tratara de una moda vintage, páginas melancólicas y edulcoradas en los medios de derecha locales que, en aquel momento como ahora, actuaban en defensa de la represión. No era tampoco igual la situación económica, política y social de un estudiante francés a la del muchacho militante en los portones de una fábrica. De acuerdo a una caracterización clasista, lo de París era una insurgencia adolescente de burguesitos, hasta que las reinvindicaciones estudiantiles coincidieron con las proletarias. 

Lo que va desde entonces hasta ahora comprende algunos momentos clave: la insurgencia obrero-estudiantil del Cordobazo el año siguiente, el estallido de la violencia política, el recreo democrático del camporismo y después la noche terrible del golpe militar y el terrorismo de estado. Desde aquel amanecer en la puerta de una fábrica hasta hoy, las diferencias programáticas y el antagonismo político entre la izquierda y el peronismo no se modificaron y siguen tan irreconciliables como candentes. El camino revolucionario, la construcción del socialismo (¿no fue por el socialismo que miles dieron su vida?) ha sido, como suele ser la historia, errático, tortuoso, con avances y retrocesos. La memoria personal, siempre subjetiva, trampea, deviene acomodaticia a los intereses del presente, y se inclina a favor de una presunta edad de la razón que no es más que conformismo.

 Me acuerdo de ese cuento de Borges en que el escritor se encuentra con el muchacho que fue. Medio siglo no pasa en vano, anota Borges. Repitiendo con alguna variación la trama, en aquel amanecer en la puerta de una fábrica, el muchacho reparte su periódico entre los obreros. Me le acerco. Si experimento ternura, debo disimularla, porque el muchacho la reprobará. Algo de su esperanza, su insolencia y sus argumentos me interpelan. Cada tanto, lo reconozco, no me disgusta repetir su desconfianza a las certezas del hombre mayor, un recelo que cada tanto, por ejemplo ahora, me asoma.