El hombre dirigió apenas seis largometrajes a lo largo de una carrera que abarca casi cinco décadas, metraje más que suficiente para elevar su figura al podio de las leyendas vivientes: se trata del creador de la saga cinematográfica más famosa en toda la historia del cine, además del productor de una firme contendiente al segundo puesto. Primera paradoja: el extraño caso del joven que coqueteó durante sus años formativos con el cine de arte e incluso el experimental (varios de sus cortometrajes de los años ‘60 así lo atestiguan) para verse transformado de golpe en un epítome posible de todo aquello que huele a espíritu hollywoodense. La segunda paradoja podría resumirse de la siguiente manera: lo anteriormente expuesto es cierto a pesar de su radical deseo de independencia creativa y el furibundo odio a los ejecutivos de la industria del cine. Y es que la vida de George Walton Lucas, Jr. está llena de vueltas de tuerca irónicas, como lo dejan en claro las casi setecientas páginas de George Lucas: Una vida, el libro del especialista en biografías Brian Jay Jones que acaba de publicarse en Argentina. El breve prólogo, que hace las veces de gancho para la lectura, detalla los problemas técnicos, económicos, humanos y climáticos de una filmación como cualquier otra en el desierto de Túnez. “No había manera de que R2-D2 funcionara”, comienza escribiendo Jones. “No se debía a la testarudez del androide, un rasgo que le haría entrañable ante millones de fans de La guerra de las galaxias de todo el mundo. Simplemente, al comenzar el primer día de rodaje en el desierto tunecino la mañana del 22 de marzo de 1976, R2-D2 no funcionaba. Sus baterías ya estaban agotadas.” Tres páginas después, justo antes de comenzar el recorrido cronológico de toda una vida y una obra, el autor afirma que “poco más de un año antes de la fecha prevista para su estreno en los cines (si algún día lograba llegar a la gran pantalla), el proyecto de La guerra de las galaxias era un desastre e iba a ser un espanto de película. Lucas estaba convencido de ello”. Tercera paradoja: el proyecto de film de ciencia ficción y aventuras en el que se habían apostado diez millones de dólares, pero en el que pocos tenían fe –en esa terrible coyuntura, ni siquiera su propio padre artístico– estaba destinado a convertirse no sólo en un éxito inesperadamente descomunal sino de arrastrar detrás de sus imágenes y sonidos a legiones de fans. A encarnar en cosmogonía. Y a cambiar definitivamente la manera en la cual se pensaban y creaban las películas de gran presupuesto. 

Biografía no oficial del realizador californiano, Una vida fue escrita, por lo tanto, a la distancia, sin la participación directa de Lucas. Como contrapeso a esa ausencia, el autor recurrió a una enorme cantidad de fuentes históricas que le sirvieron tanto para corroborar como para desmentir todo aquello que alguna vez pudo haberse dicho o callado acerca de su figura, impresión confirmada por las setenta páginas de notas que cierran el grueso volumen. La primera de las imágenes ilustrativas presentes en el libro es un facsímil del diario local The Modesto Bee, edición del miércoles 13 de junio de 1962 (Lucas nació allí, en Modesto, una ciudad de California que hoy cuenta con más de 200.000 habitantes pero que en 1944, el año de su nacimiento, estaba poblada por menos de la mitad). En la imagen pueden apreciarse los restos, retorcidos en un ángulo espeluznante, de un automóvil que tuvo la mala fortuna de chocar y estrellarse contra un árbol. “Joven sobrevive a un choque”, reza el titular, sin mayores detalles. Con apenas dieciocho años, el joven Lucas estuvo a punto de morir en ese accidente, salvado por su propia negligencia al instalar incorrectamente el cinturón de seguridad: de no haber salido literalmente volando del vehículo, su suerte hubiera sido muy distinta. Según Jones, por aquellos años el futuro cineasta tenía un único sueño: dedicarse a las carreras automovilísticas de la manera más profesional posible. Mientras tanto, en la vida real, les dedicaba poco espacio a los estudios y una porción considerable de su tiempo a correr picadas improvisadas en las calles del pueblo o a “dar vueltas por ahí para ligar”. Esas vueltas del perro a bordo de su Camaro plateado, las salidas nocturnas al autocine y la posibilidad de terminar besándose en el asiento trasero formaron parte de la vida adolescente de Lucas y de cientos de miles de jóvenes estadounidenses de su misma generación. Instantáneas de la memoria que terminarían reflejadas, algunos años más tarde, en su segundo largometraje, American Graffiti (1973), el film que abonaría su reconocimiento por parte de la industria. Y que fue una auténtica cantera de jóvenes promesas de la actuación dando sus primeros pasos en la pantalla grande: de Richard Dreyfuss a Harrison Ford, pasando por Charles Martin Smith. Y, desde luego, Ron Howard, el ex niño estrella de la televisión que acabaría siendo dueño de una prolífica carrera como cineasta. Casualmente, su última película no es otra que Han Solo: Una historia de Star Wars, cuyo estreno comercial tendrá lugar este jueves.

De las tuercas a las moviolas

La usualmente tensa y muchas veces explosiva relación con su padre, George Lucas Sr. el dueño de una exitosa empresa dedicada a la venta de artículos de librería y un hombre de educación férreamente metodista, forjó en gran medida la topografía del carácter de Lucas (hijo), según destaca Brian Jay Jones en más de una ocasión. Eso, y una innata habilidad para construir cosas con sus propias manos, capacidad que supo demostrar sobradamente durante su infancia y adolescencia. Jones afirma que “uno de sus proyectos más memorables fue una sofisticada montaña rusa del tamaño de un niño que utilizaba una bobina de cable de teléfono para hacer subir un coche hasta lo alto de una empinada cuesta, y entonces se soltaba para que descendiera con gran estruendo por otra serie de rampas hasta el suelo”. La historia no pasaría de lo anecdótico de no estar firmemente ligada a una obsesión por el uso de las herramientas manuales y la tecnología: años más tarde, el estudiante pasaría por varias de las clases de cine en estado de bostezo permanente, a la espera de que llegara la hora de tomar al toro por las astas: usar la maquinaria tecnológica indispensable para crear la magia del cine. Las cámaras y artilugios adyacentes, pero, por sobre todas las cosas, las herramientas necesarias para el montaje de una película –con el sitial de honor ocupado por la moviola– se transformarían en el centro del universo de un joven que (todos parecen coincidir en este aspecto) siempre fue un poco callado e introspectivo, no tanto tímido como reflexivo. Ya transformado en cineasta consumado, la obsesiva exigencia de que la banda de sonido de sus películas se escucharan perfectamente en cada sala de cine lo llevaría a la creación de la compañía THX Ltd. y su famoso estándar de calidad con silueta de norma; algunos años antes, el cierre del departamento de efectos especiales de la 20th Century Fox derivaba en la fundación de otra compañía, Industrial Light & Magic, fábrica de sueños cuyos cimientos se apoyan en la más estricta aplicación de la tecnología. Como Walt Disney tres décadas antes, George Lucas comenzaba a fundar un imperio que, en su caso, tendría forma de rancho.

Las luchas hogareñas a la hora de optar por una carrera universitaria “seria” (Lucas padre sic) o por algún estudio de los considerados artísticos llegarían a un punto intermedio entre sus deseos y los de su progenitor cuando, en 1964, comenzó a cursar estudios cinematográficos en la University of Southern California, en una era en la cual las escuelas de cine de los Estados Unidos atravesaban un genuino período dorado. Para dar una idea acertada de la enorme usina de talentos en plena ebullición, el libro acota que el período comprendido “entre mediados de los sesenta y comienzos de los setenta fue un momento extraordinario para las principales escuelas de cine norteamericanas: una estrecha franja de tiempo que dio a luz a algunos de los más duraderos y prolíficos directores, montadores, guionistas, productores y artesanos del cine. De las escuelas de Nueva York estaban saliendo artistas con un enfoque más valiente y más incisivo del cine, como Martin Scorsese y Oliver Stone de la NYU, y Brian De Palma de Columbia. En California, el versátil Francis Ford Coppola se abría camino lentamente en la UCLA, mientras Steven Spielberg estaba en la Universidad Estatal de Long Beach, improvisando su propio programa de cine, que dejaría en 1968, a punto de acabar su licenciatura”. Los muy apreciados y galardonados cortos que Lucas filmó entre 1965 y 1968, en su mayoría experimentales (el más famoso de ellos es THX 1138 4EB, a su vez punto de partida para su primer largometraje), no lograron abrirle las puertas de la industria, pero eso comenzó a cambiar lentamente a partir del encuentro con Coppola, quien venía dirigiendo películas de presupuesto razonable en Hollywood desde hacía algunos años. El cineasta barbudo se transformaría en el hermano mayor que Lucas nunca tuvo, rol simbólico al que Jones vuelve una y otra vez a lo largo de las páginas del libro. La filmación en 1968, durante seis largos meses, de Llueve sobre mi corazón, en la cual el joven aspirante a artista hizo virtualmente de todo –desde buscar locaciones hasta filmar un backstage del rodaje– se transformaría en una experiencia iniciática similar a la de una banda de rock en la ruta: el guion de F.F.C. era apenas el borrador de una práctica creativa donde primaba la inspiración del momento.

La Fuerza de Lucas

A pesar de las diferencias de carácter y más de una pelea a viva voz, durante ese período frenético y fructífero el futuro director de El padrino lo apoyó como sólo un mentor puede hacerlo: prácticamente lo obligó a escribir un tratamiento de largometraje partiendo del corto THX, oficio aborrecido por Lucas (“Nunca me gustó escribir”). La película terminada se estrenaría finalmente en 1971 y sería muy bien recibida por la crítica, e incluso fue invitada a participar en la prestigiosa Quincena de los Realizadores del Festival de Cannes. También en esos intenso meses Lucas se encontró por primera vez con otro joven aspirante a director en los pasillos de un festival de cine estudiantil, reunión cumbre que Steven Spielberg recuerda como una instancia de enorme intensidad, mientras que su “colega, amigo, inspiración, rival” (Lucas dixit) apenas si lo rememora como un simple apretón de manos. Ese choque de planetas estaba signado por un destino en común: cambiar la fisonomía del cine para siempre. El paso del tiempo demostraría que las intenciones de Coppola de reinventar Hollywood bajo una impronta eminentemente autoral estaba destinada al más rotundo fracaso, al tiempo que la renovación de los géneros clásicos que estaban por encarar tanto Spielberg como Lucas –en particular este último, tanto en su rol de director como en el de productor– daría inicio a una nueva era, a una nueva raza de producciones hollywoodenses: el blockbuster con forma de tanque y constitución de franquicia. Luego del debut con THX 1138 y el nostálgico tapiz “americano” de American Graffitti llegaría el nacimiento de una nación galáctica: las guerras estelares y su mastodóntica adoración universal. George Lucas comenzaba a edificar su imperio, no necesariamente el que puede verse en acción en La guerra de las galaxias. Las fuentes creativas donde bebió son diversas y harto conocidas: Akira Kurosawa y sus films de samuráis, los viejos seriales de los años 30 y 40 (Flash Gordon como padrino indirecto), el cine clásico y sus géneros populares: el western, el cine bélico, las películas de aventuras. La siguiente inversión creativa de Lucas, con Spielberg como director, la saga de Indiana Jones, reafirmaría esa intención primaria de revitalizar aquello que había sido opacado por el realismo del Nuevo Hollywood y el cine europeo que Lucas había amado durante sus años de estudio. Alguna vez la crítica Pauline Kael escribió maliciosamente que el otrora joven de Modesto no podía dejar de “estar enganchado con toda la basura de su infancia”, pero muchos niños y jóvenes crecerían a la sombra de las vueltas de tuerca shakespearianas de la saga galáctica (“Soy tu padre”) y de las cualidades asombrosas de los efectos especiales de última generación aplicados a un relato de fantasía juvenil. Esa película que en un momento aciago parecía caminar hacia el desastre le demostraría a propios y a ajenos todo lo contrario, inventando a su vez un sistema solar de merchandising (figuras, comics y hasta una novela creados y lanzados antes del estreno) y cimentando la posibilidad de continuar explotando personajes y situaciones hasta el infinito y más allá.

De vuelta al rodaje de esa película de aventuras espaciales que, más tarde, se transformaría en la inesperada cuarta parte de una extensa saga. Jones describe en detalle la lucha de George Lucas por sacar adelante una producción plagada de problemas: lluvias torrenciales en lugares donde no había caído agua del cielo en una década, robots que no funcionaban o se tropezaban continuamente, luchas con los sindicatos por la cantidad de horas de trabajo diario, trajes demasiado apretados para los actores, escasez de dinero para terminar los efectos especiales. El realizador declararía años después que, por esa reducción en el presupuesto para los efectos visuales, la película terminó siendo apenas el 25 por ciento de lo que hubiera deseado que fuera. “Esos recortes”, escribe Jones, “lo irritarían durante años y explican en parte que continuara retocando la película durante las siguientes décadas, intentando que los efectos se parecieran a lo que él siempre había imaginado”. Y también, como si todo eso fuera poco, la decisión imprevista de matar al personaje de Obi-Wan Kenobi, que no fue demasiado bien recibida por sir Alec Guinness, el único actor de verdadero renombre del reparto. Lucas: “Dirigir es muy difícil porque estás tomando mil decisiones, no hay respuestas rápidas y certeras y te las tienes que ver con personas, a veces con personas muy complicadas, muy emotivas”. De allí que Mark Hamill hiciera una declaración ahora famosa, afirmando que, de poder hacerlo, Lucas preferiría realizar una película sin ningún actor. El libro continúa sumando datos: del lanzamiento original en mayo de 1977 en apenas 37 salas al imparable fenómeno masivo que comenzaría a ocurrir de inmediato; del final del proceso de posproducción a la crisis de salud física y mental que sufriría Lucas. como consecuencia del stress; del rol de realizador total a la decisión de abocarse exclusivamente a la producción, que Lucas seguiría a pies juntillas hasta su regreso a la silla de filmmaker dos décadas más tarde para retomar la saga desde sus inicios con el así llamado Episodio I.

Caminos separados

George Lucas:Una vida enumera y describe los pasos creativos y personales de la vida del homenajeado: sus altos, bajos y mesetas, la unión artística y comercial con Spielberg y el éxito descomunal de Indiana Jones y los cazadores del arca perdida, las producciones de los años 80 y el divorcio de su esposa Marcia Lucas –a su vez montajista de varias de sus películas–, la creación del Rancho Skywalker, la firma en 1987 de un acuerdo con la compañía Disney para que los parques crearan atracciones dedicadas a la saga (anticipo de lo que vendría: la venta de la multimillonaria marca Star Wars a la empresa del famoso ratón), la creación y producción de las precuelas digitales que se transformarían en su despedida final del cine (al menos, eso es lo que afirma Lucas: su retiro es definitivo), las segundas nupcias y la vida familiar con sus hijos adoptivos y biológicos. Alguna vez Coppola afirmó que “La guerra de las galaxias es una lástima, porque Lucas era un loco experimental y se perdió en esa gran producción y nunca salió de ella”. Cuarta paradoja y final: si Star Wars fue la primera reja en la jaula dorada que Lucas construyó y de la cual nunca pudo salir, el jovencito de Modesto terminó transformado en aquello que su padre siempre había deseado: un hombre de negocios exitoso. Consultado luego del estreno del Episodio VII –en el cual no tuvo injerencia alguna, más allá de alguna caricia nominal–, Lucas declaró tibiamente que le había gustado. Poco después, sería un poco más enjundioso: “Quisieron hacer una película retro y a mí no me gustan. Si hubiera estado allí hubiera dado problemas, porque no hubieran querido hacer lo que yo quería. Y ya no tengo el control para hacerlo y lo único que conseguiría sería fastidiarlo todo. De modo que me dije: ‘Está bien, seguiré mi camino y dejaré que ellos sigan el suyo’”. Ni siquiera sus 74 años de experiencia y una parte de todo el dinero del mundo pueden hacer que se olvide de su propio y muy personal Rosebud.