Mi infancia transcurrió en Cusco, en un espacio geográfico rodeado de montañas e impregnado de la cultura quechua que imprimió la identidad a un país maravilloso y contradictorio como el Perú. En esa porción de tiempo, siendo un niño argentino de padre peruano, descubrí por primera vez el cine, fundamentalmente películas de Hollywood que invadían las ocho salas cinematográficas. Pocos estrenos pero todas esa películas donde los indios eran muy malos y el general Custer era muy bueno, donde los latinos eran muy sucios y los sajones muy limpios. En fin, crecí viendo películas de género, donde generalmente la ideología era favorable a sostener una idea de justificar la construcción de un sistema imperante en plena Guerra Fría, pero esa experiencia colectiva era para mí la zona de introspección y de posterior juego en soledad. 

Hasta que una tarde de lluvioso verano cusqueño fui a ver una película que me atrajo por su nombre: Al Este del Paraíso. Era muy sugerente el título, acentuado por la influencia del catolicismo en la capital de la cultura Tawantinsuyana. Pienso todo esto ahora a la distancia, pero el Paraíso como título influyó para la elección de este film, dirigido por Elia  Kazan, basado en la novela homónima de John Steinbeck, protagonizada por un joven actor llamado James Dean, a quien yo no conocía. La historia se refiere al descubrimiento del protagonista de que su madre, que había abandonado al padre e hijos, regenteaba una especie de casa de citas en algún lugar de California antes de la Primera Guerra Mundial. Y es ese proceso de reconstrucción de los hechos familiares lo que me provocó ese estado que otras películas no me habían provocado jamás. El acto de asumir una serie de decisiones que esa madre había tomado al abandonar al padre conservador en una sociedad pacata, y la presencia del jovencísimo James Dean con su responsabilidad de cargar en sus hombros semejante historia y revelársela a su hermano mayor, que niega esa realidad, me hicieron entender que el cine era algo más, que la actuación era un estado de compromiso visceral, del que nunca antes había sido testigo. Y era ese joven James Byron Dean el que me llevaba a ser testigo de esa experiencia. Jo Van Leef era la madre y creo que ganó un Oscar por esa interpretación. El inmenso Raymond Massey era el padre, actor de teatro y referente de la actuación; sin embargo, quedaba empequeñecido ante la original e implacable actuación del joven Dean. Su performance es original, actúa con todo el cuerpo, nunca había visto a un actor dar la espalda a la cámara y ser tan expresivo, nunca vi a un actor abrazar con tanta pasión rogando amor a un padre distante que no le acepta el dinero ganado, especulando con la venta de frijoles en pleno inicio de la Primera Guerra. En fin, Caín y Abel están presentes en esta película de Elia Kazan, que finalmente resultó siendo delator cuando Edward Hoover empezó a ver comunistas en el mundo del cine, y arrancó la persecución a actores, directores guionistas y dramaturgos. Pero, bueno, eso es harina de otro costal. 

Lo cierto que qué Kazan construye un relato implacable entre padres, hijos y hermanos, sostenido por una novela inquietante para su época, y con un actor que marcaría una forma de enfrentar la experiencia de la actuación en el Cine. Más adelante en el tiempo, ya en la Argentina, esperanzado en poder entrar a la universidad pública en La Plata, ciudad donde había nacido, una noche tórrida en la casa de Melchor Romero donde vivíamos con mi familia trasladada allá por el 79 en la TV blanco y negro, vi nuevamente Al este del Paraíso, y al otro día Rebelde sin causa y Gigante. Esas tres películas y la presencia de James Byron Dean me impulsaron a aventurarme a estudiar actuación: quería ser como él. Me recibí en la escuela de teatro de La Plata, empecé a trabajar como actor en La Comedia de la provincia de Buenos Aires y luego en la Capital. Una vez fui elegido por Juan Carlos Gené para trabajar en una obra que él había escrito y dirigía en el Teatro Municipal General San Martín junto a Alberto Segado, Carola Reyna, Ernesto Claudio, Verónica Oddo, entre otros. En un ensayo Gené me llama aparte y me dice: “Juanito, pará de hacerte el James Dean y empieza a ser tú mismo...” Sí, me dijo tú, y a partir de ese día empezó otro momento en mi vida como actor y fundamentalmente como hombre. Pero podría decir que me dediqué a actuar porque vi a James Dean en Al Este del Paraíso.


Juan Palomino es actor. En cine participó de El Pozo, Diablo, Paco, La noche de los lápices, Kriptonita y Contrasangre, entre otras. En TV, se destacó en La defensora, Decisiones de vida, Alguien que me quiera, Mujeres de nadie, Poliladron y, recientemente, Naftasuper. Pertenece al grupo musical Los Negros de Miércoles, de música afroperuana, y es secretario general de la Asociación Argentina de Actores. Desde 2015 encabeza la obra de teatro con música en vivo Ocho cartas para Julio, sobre la amistad entre Julio Cortázar y Nito Basavilbazo, que se puede ver todos los miércoles en Hasta Trilce, Maza 177. A las 21.