Todavía tiene en la boca el gusto desalmado del hijo muerto que se acaba de comer. En la larga mesa ocurre la masacre. Las niñas se tapan los ojos porque el manjar de esa ingesta es el resultado de una rebelión que fue derrotada. A ellas, que se entrenaban para que los insultos no dolieran y se proponían derruir la ideología de Walt Disney, les arrebataron el cuchillo que tenían aferrado en la boca. Pero no crean que los asesinos no sentirán las consecuencias de hacer de la angurria el sustento de su política.  

Tiestes y Atreo, devenidas en raperas, arengan que para terminar con el hambre en el mundo hay que comerse a lxs niñxs pobres. Lo que en el texto de Séneca era venganza y razón de Estado, porque el infanticidio era perpetrado bajo el influjo del honor en la lucha por el poder, en el texto de Emilio García Wehbi desciende al canto fascista callejero, a una política que atraviesa todas las formas de lo contemporáneo. 

Lo fantástico tiene la destreza invasiva que funda una puesta en escena del caos donde pueden convivir experiencias que solo se unen en esa materialidad del teatro invocada por Hermes como narradora. La representación es un modo de hacer entrar a Séneca, ese romano al que García Wehbi llama para pedirle el gesto de terror que derramó en Tiestes y que el director y dramaturgo va a tomar como una continuidad que incendia todas las épocas. Ponerse del lado de lxs hijxs sacrificadxs, entender que la tragedia siempre les negó el nombre, hacer de los personajes masculinos mujeres encendidas, son las armas de una revolución que el teatro instrumenta sobre el texto clásico. La actuación de las niñas descarta la palabra de Séneca, la pone en cuestión, al mismo tiempo que hace de la producción ficcional actual, su enemiga. 

Si Tiestes era para la moral del siglo 4 a.C. un modelo estoico, aquí los dos hermanos se igualan. Maricel Álvarez y Analía Couceyro dejan en la mesa y en el alma de lxs espectadorxs una rajadura que es imposible detener. El odio entre hermanos, que es la lengua poética de una enumeración desesperada, una retórica que, al igual que en los clásicos, se devora la acción para contarla, tiene en Álvarez, en su Tiestes, la perfección técnica de quien sabe narrar el horror como si lo viera frente a sus ojos o como si estuviera ocurriendo en su propio cuerpo. Couceyro construye un Atreo expresionista, con esa manera arrebatada e impactante que le permite entender el Mal como una forma histriónica. Porque esos payasos que pueblan la escena en un desfile de personajes a los que las niñas atormentan cuando creen que pueden ganar la batalla, se parecen a esos enmascarados de los films de terror industrial que no dejan de emular a Saturno con esa boca donde el maquillaje corrido es la evidencia de la sangre que chorrea después de haber deglutido los sesos de algún infante. 

¿Qué mejor manera de derrotar una revolución en ciernes, de aplacar el brío de las nuevas generaciones que hacer uso de la antropofagia para meterse al enemigo en el propio cuerpo, devolverlo al vientre, ser Uno y el mismo? Aquí el sistema digestivo es un arma de destrucción masiva. Hacer hablar a las hijas desde el estómago de sus padres implica aplastar la idea de lo espectral. Estas adolescentes son cuerpos que se presentan enteros después del descuartizamiento. Verónica Gerez y Lucía Tomas descargan algo grave e hiriente en su actuación que desploma a sus padres. 

Si en la tragedia los personajes debieron rechazar la piedad para cumplir con la muerte, el monólogo final de Tiestes se enlaza con el texto de Stig Dagerman, Matar a un niño. Ver la propia acción y preguntarse cómo fue posible, deja a los asesinos en el lugar inanimado del sobreviviente. 

Tiestes y Atreo se presenta de jueves a domingos a las 20 en el Teatro Cervantes. Libertad 815. CABA.