Recuerdo el enojo. Los amigos estóns que habían esperado a su banda favorita tanto tiempo, décadas, y ahora los veían ahí, con Carlos Menem, lejos los banquetes de pordioseros y los años forajidos. Estaban enojados. O más bien decepcionados –y digo estóns porque ningún fanático de los Rolling Stones auténtico se llama a sí mismo “rolinga”: así les dicen los que miran de afuera–. ¿Por qué aceptaron ir?, se preguntaban los amigos estóns y decían que no con la cabeza. Pero ¿por qué los Rolling Stones iban a negarse a la visita?  Menem era un presidente democrático. En todo caso, ése era el problema. No estaban sacándose la foto con un dictador. Se fotografiaban con quien había ganado el voto popular. ¿No era acaso un desaire pueril faltar a la cita en nombre de rebeldías olvidadas? El único que parece tomarse la cosa en serio, en la foto, es Menem. A los Stones se los ve casi burlones, no incómodos pero sí enterados de la broma final del poder y la fama. La trompa de Keith Richards; Charlie Watts posando para la cámara; Ron Wood con una sonrisa cómplice, y Mick Jagger lánguido y aburrido, tanto más icónico que cualquier presidente sudamericano de los años 90.