Uno vota en los Gardel, y lo hace con buena voluntad. Son muchos los que lo hacen: a diferencia de otros galardones decididos en mesas mucho más chicas –sin ir más lejos los Martín Fierro, cuya versión televisiva se entrega este domingo–, las estatuillas de la industria musical se deciden por la elección de una multitud de profesionales de todas las áreas. Y sin embargo, al final de la fiesta siempre quedan flotando las mismas preguntas. Las mismas inquietudes. En algún caso, hasta los mismos gestos de azoramiento. ¿Hasta qué punto los muñecos del Zorzal son representativos de lo que sucede en la producción musical argentina? 

Nadie puede dudar de la gigantesca estatura de Charly García, la representatividad y talento de Abel Pintos, la inconmensurable obra de Luis Alberto Spinetta, las grandes canciones de Andrés Calamaro o el valor artístico de otra leyenda como Gustavo Cerati. Pero que entre ellos se repartan 12 de los 20 Gardeles de Oro entregados desde 1999 (tres para García y Pintos, dos para los restantes) habla más de los vicios del premio que de la real situación de la música en este país. Porque sobre esos datos suele apoyarse el engañoso concepto de que “no pasa nada”, que no hay renovación, que se termina girando siempre sobre los mismos nombres porque no hay obras ni artistas nuevos que merezcan tanto el lustre del Gran Premio. ¿Qué es lo que no funciona en los Gardel? ¿Qué es lo que produce esta sensación de película repetida, de finales en loop, de predictibilidad?

La mirada más fácil, la que suele reproducirse en las redes, es que los representantes de la industria “son sordos”, o transeros, o acomodados a sus intereses más que a la intención de iluminar cuestiones artísticas. Pero hay que ir más allá: es cierto que toda gran empresa hace su lobby para que los músicos que le interesan obtengan espacio en los medios como ganadores, y el año pasado hubo un sonado escandalete cuando Universal retiró a sus artistas de las nominaciones. Pero no todo lo que sucede en los Gardel es exclusiva responsabilidad de lo que se pueda cocinar en el escritorio de los pesados o las decisiones de Capif. Hay artistas y sellos independientes que, aun integrando formalmente la Cámara, no postulan sus producciones en la primera selección. Cada quien tiene sus razones, que pueden pasar por la convicción de que quedarán sepultados en la gran lista de prenominados (este año, la primera lista de “Album del año” contaba con unos 300 postulantes), alguna desorganización, tener que enfocar la energía en resolver cuestiones más urgentes –sobrevivir, por ejemplo– o simplemente un razonable desinterés en el asunto mismo de las premiaciones y su relativo valor. Para quien firma estas líneas, el mejor disco de rock de 2017 fue Labios del Río de Acorazado Potemkin, pero al no ser postulado ante Capif se quedó con las ganas de votarlo. No fue la única ausencia. Quien presta verdadera atención a lo que sucede en la fértil escena independiente de la Argentina –no sólo en el rock– habrá advertido lo mismo en varios rubros.

En algunos casos, entonces, se termina votando por descarte. De un tiempo a esta parte, además, Capif dejó de habilitar el voto en blanco: en las dos preselecciones y en las ternas finales hay que elegir entre lo que hay, y lo que hay a veces no es exactamente lo que uno querría votar. Son las reglas del juego. Siempre se puede decidir no jugar. Pero a la hora de los resultados finales tampoco es muy sano sobreactuar la indignación. Quizá sí sería hora de que Capif se replanteara algunas normas y abriera realmente la elección, aún exponiéndose al caos de tener una primera lista de 500 opciones: si termina ganando un artista al que los premios –cualquier premio, no solo los Gardel– le importan menos que la vida sexual de las babosas, pues ese artista no irá a la ceremonia y listo. Tampoco la Cámara se estaría exponiendo a la posibilidad de una entrega sin figuras: muchos músicos y músicas gustan de una buena fiesta, y la exposición pública que esta supone. Muchos de los profesionales que entran entusiasmados al sitio a votar serían felices de demostrar que están lejos de ser sordos o transeros, que quieren apoyar y felicitar con su votito a quienes están haciendo buenas cosas, estén formalmente postulados o no.

Bajo esa perspectiva, discutir por los ganadores es más bien ocioso. Inevitable, sí, porque además incluso se presta para la humorada, pública o en privado. Pero aquello que puede parecer inexplicable desde afuera tiene su fundamento en cuestiones sutiles o no tanto, pero que en definitiva hacen a todo el desarrollo de los Gardel. Otro cantar (para utilizar un término adecuado) es la decisión sobre ciertos homenajes y la elección de quién entrega el Oro. Se entiende que el tiempo a veces ayuda a relativizar ciertas cosas, y que Palito Ortega haya sido muy importante y generoso en la recuperación de Charly García. Pero el recuerdo de lo que significó la música pasatista para la cultura argentina en los 60 y 70, el himno militarista “Me gusta el mar”, la celebración en la película Dos locos en el aire (1976) de la misma Fuerza Aérea que estaba tirando desaparecidos al río o del accionar parapolicial en Brigada en acción (1977) hace que ciertas elecciones, esta vez sí, resulten algo inexplicables.