El Colón celebra sus ciento diez años. Lo hace con Aída, el título de Giuseppe Verdi con que inauguró su edificio en mayo de 1908, pero en la reposición de la puesta que Roberto Oswald realizó para 1996. Esa fue la base para una versión que por su gran despliegue escenográfico, el fasto de los vestuarios y el gran trabajo de iluminación, resultó particularmente atractiva. 

Todavía retumbaba en los numerosos comentarios el prolongado aplauso con que el público había saludado el estreno del domingo –que contó con la participación de un elenco nacional, algo inusual en el protocolo de los estrenos–, cuando el martes pasado, el elenco internacional encabezado por la soprano afronorteamericana Latonia Moore, la mezzosoprano búlgara Nadia Krasteva y el tenor italiano Riccardo Massi protagonizó la primera función del Gran Abono. Esta fue dedicada al gran escultor Antonio Pujía, que entre otras cosas supo ser jefe del taller de escultura escenográfica del teatro, muerto el sábado a los 88 años.

Con escenas de grandiosidad política y momentos de intimidad amorosa, equilibrados con gran sentido dramático, Aída es más que una ópera a la francesa, según el típico gusto de fines del siglo XIX. Se trata de un drama, en el más complejo sentido del término. Entre los estímulos del sentimiento y el sacrificio por la patria, todos sucumben ante la única razón posible: la del poder, representado por Ramfis, el sacerdote custodio de esa razón. Nadie queda inocente ante la encrucijada de los intereses personales y los colectivos, entre los ardores de la carne y los reclamos de la patria. Para favorecer a Amonasro, su padre y rey de los etíopes, Aída, esclava de los egipcios, es capaz de chantajear a su amado Radamés para sacarle información; es el momento en que el mismo Radamés, capitán de los egipcios, es acusado de traición a su pueblo. En tanto, Amneris, hija de rey de Egipto, está dispuesta a todo por su amor. No hay justicia posible, apenas el consuelo de la coherencia para los muertos y la tardía posibilidad de rezar para los vivos.

La puesta de Oswald despliega su escenografía con preciso sentido de la grandeza. Los vestuarios de Aníbal Lápiz –encargado de la reposición– destacan tanto el brillo de los egipcios cuanto la desdicha de los prisioneros etíopes, acentuada con una mano de betún. Con intervenciones adecuadas y bien resueltas por la coreografía, el ballet contribuyó a menear la poco dinámica escena de una puesta que, en general, mostró desplazamientos escénicos de manual y menos sensualidad que el folleto de instrucciones de una licuadora.

Todo contribuía, incluso la solemnidad, a esa fábrica de maravillas que debe ser la ópera, aunque la grandiosidad y sus representaciones plantean sus riesgos también en un teatro de grandes proporciones como el Colón. Los signos de monumentalidad que a lo largo de los cuatro actos componen la escenografía resultaron eficientes, la gran esfinge de nariz respigada que desde el fondo de la escena acompaña todos los cuadros lució imponente. Hasta que en el despliegue humano del segundo acto, aun siendo lo más grande posible –con el desfile continuo de séquitos de soldados, sacerdotes, guardias, sirvientes, coro y ballet–, el signo se desencaja con esta presencia de lo real. Inevitablemente, la perspectiva vuelve a la escena desproporcionada y la monumentalidad hasta entonces bien lograda, queda malograda por el contraste entre fondo y figura. Entonces la magia se suspende por un momento. La salva la música, que entre otras cosas incluye en esa escena la celebrada “Marcha triunfal”.

En ese momento y en toda la ópera, Verdi logra una partitura maravillosa, en la que atento al tiempo que vive, se decide por formas de modernidad que tienen que ver con la orquestación y un ligero juego motívico en función del universo introspectivo de algunos personajes y, sobre todo, un feroz instinto teatral. Carlos Vieu, al frente de la Orquesta Estable, manejó el ritmo escénico, sin entregarse a desbordes expresivos que muchas veces se justifican en nombre del temperamento mediterráneo: lo grandioso sonó grandioso y la intimidad tuvo los matices necesarios. 

Entre los cantantes, la soprano Latonia Moore se destacó sobre el resto, con una voz poderosa y de ricos matices. La negra, una esclava ABC1, colmó con creces las expectativas y su Aída tuvo momentos superlativos, por ejemplo en los dúos del tercer acto con Amonasro –interpretado por un poco convincente Mark Rucker– y con Radamés. Por su parte, con un phisique du rol más propicio para los gringos de El grito de Alcorta que para un guerrero egipcio, el tenor Riccardo Massi compuso un Radames discontinuo, en general correcto, pero sin particular brillo. La mezzosoprano Nadia Kristeva por momentos se dejó trajinar por los afanes del personaje de Amneris y desdibujó los contornos de una voz de buen color, y Roberto Scandiuzzi fue un muy buen Ramfis. El resto del elenco estuvo a la altura de las circunstancias, en particular el coro, dirigido por Miguel Martínez. Con mucho para mirar y escuchar, esta Aída del Colón en su cumpleaños es un espectáculo bien logrado.