Cada palabra es como una chispa que enciende el fuego de una emoción. Una hija de cuarenta y pico de años pasa la Navidad con su madre. Ella se queja del cuento nuevo que está escribiendo, que no le gusta mucho, que necesitará agarrar una traducción para juntar unos mangos, que no sabe qué hacer con su amante casado. La madre se baja el escote de la blusa y le muestra entera su mastectomía. “Hay un costurón y un hueso como una percha, salido, el pectoral. Abajo se hunde por completo. No hay nada. Sólo la piel tirante, pegada al cuerpo. Mamá golpea con dos dedos como si fuera el parche de un tambor. Acá es puro hueso, me dice, tac, tac, tac”, cuenta la hija. El gesto materno desnuda la cicatriz; lo importante es lo que permanece como marca, la huella de algo que ya no está. Lo demás –las quejas cotidianas– se disiparán más temprano que tarde. El complejo hilo del abuso conecta a las mujeres que lo han padecido. “Qué me va a contar que no me haya pasado a mí”, dice la hija cuando la madre empieza a recordar al hombre que se apoyó detrás de ella, en el colectivo, cuando tenía 13 años. Los microrrelatos de Personas que quizás conozcas (Emecé), de Virginia Feinmann, van al hueso de la fragilidad que se respira en el aire, con una narradora en primera persona que transita por diversos estados de ánimo, que van de la rabia en carne viva a la compasión por los otros.

A Feinmann (Buenos Aires, 1971), editora, traductora y autora de Toda clase de cosas posibles (2016), la brevedad le sienta muy bien. “Los textos breves que escribí y subí a las redes sociales son más espontáneos y tienen que ver con un estar en la calle, con un mirar o estar en una situación en la que siento que puedo hacer algo más grande. Que lo pequeño, el detalle, sea metáfora de otras cosas. Cuando encuentro algo que me despierta eso, que me hace como una cosquilla en el alma, escribo. Me gusta mirar detalles o escuchar lo que se dice, pero siempre tratando de ver a qué me pueden llevar”, plantea la escritora en la entrevista con PáginaI12.

–¿Adónde la llevan esos detalles? En uno de los textos, la narradora escucha a un chico rubiecito de un colegio privado sobre la calle Juncal quejarse de que “los chorros te pueden marcar la casa”. Ella interviene y le dice: “Los chorros son los padres”...

–Hay un latir de un sentido social y político que muchas veces trato de incluir, pero no para hacer un panfleto. En cuanto a la criminalización de los robos del ladrón de gallinas, del que roba por necesidad, tengo varios textos. Tengo un personaje, que no está en este libro, que se llama El chico que me robó el celular. Es verdad que hubo un chico que me robó el celular, que no sé ni quién es... Pero lo empecé a utilizar para escribir sobre una mujer que sigue pensando en el chico que le robó, que seguro la vida de él es más difícil que la vida de ella. Justo lo subí a la red cuando el policía (Luis) Chocobar mató al chico que robó en La Boca. Entonces se compartió como 2300 veces, lo levantaron de dos diarios, lo leyeron por radio. Tuvo repercusión porque mostró otro tipo de conciencia que no tiene que ver con festejar que se mató a un pibe por la espalda.

–La narradora de Personas que quizás conozcas no consigue traducir libros. ¿Esto le sucedió a usted también? 

–Sí, es bastante verdadero, no sé si eso me hizo más o menos escritora, pero los textos que iba subiendo al muro de Facebook tenían que ver con lo que me pasaba, pero escritos con las herramientas de la narrativa de ficción. Yo trabajo como editora, como traductora y también doy talleres, y todo esto se vio afectado por la caída del poder adquisitivo. Lo primero que se recorta es la compra de un libro o hacer un taller. Yo era free lance para varias editoriales que directamente pararon con las traducciones. Y estuve más de un año y medio sin trabajo, hasta que me pude reinsertar. La precariedad fue real y quizá le da el tono al libro. Eso se juntó con la enfermedad de mi papá, el corte de gas en el edificio donde vivo y el desamor. 

–¿Por qué prefiere escribir cuentos? ¿Qué encuentra en ese formato?

–Me gusta la potencia de que nada pueda sobrar y que el final entregue un sentido del mundo muy profundo que nunca se enunció. En el cuento pueden pasar pocas cosas, pero de pronto nos damos cuenta de que la sensación es muy universal, como el desencanto con el mundo, la redención, el perdón... trato de ver siempre qué idea está por debajo y con qué elementos las pongo en escena. La cuestión de acceder a todo el sentido de una sola vez me atrapa. La novela me acompaña mientras la leo, pero no me genera el coletazo del final de un cuento, que te obliga a releerlo un poco para volver a darte cuenta de que el final estaba pensado desde el principio. Ahora no estoy escribiendo cuentos porque estoy en medio de una traducción, trabajando diez horas diarias. La traducción me da de comer, pero el problema es que para escribir se me empieza a pegar otra voz que tiene que ver con lo correcto del “castellano neutro”. Lo correcto es enemigo de la voz propia.

–¿Por qué?

–La normalización de la escritura mata el estilo. Lo correcto es para lo periodístico o las traducciones, pero para la ficción no. Todas las escrituras se parecen cuando están prolijas. Mi estilo es más personal y yo no quiero normalizar mi escritura. 

–Una marca de su estilo podría ser la apelación al diálogo. En muchos de los textos hay diálogos, ¿no?

–Sí, es cierto. Me gusta el diálogo. Una de las consignas que doy en mi taller es escribir un cuento con diálogo tomando como referencia “Un día perfecto del pez banana” de Salinger. Quizá el diálogo cuenta una historia con el recurso mínimo. Yo siempre les digo que traten de hacer un cuento donde los lectores adivinemos todo lo demás. El narrador en tercera, omnisciente, tiende a decir, a enunciar. El diálogo en sí mismo dice poco. Lo lindo es ver qué hay detrás de ese diálogo, qué historia se coló ahí. 

–La narradora tiene una rabia explícita por la falta de trabajo, las tarifas que aumentan, la inflación en los alimentos. A la par de esa rabia, ¿hay una especie de añoranza por un mundo que se perdió después de diciembre de 2015?

–Sí. Con un gobierno que garantizaba políticas de inclusión, de equidad y de cierta redistribución social, yo me sentía muchísimo mejor. Yo viví al kirchnerismo de una manera muy plena por las reivindicaciones en los derechos humanos y la inteligencia con la que veía que se enfrentaba a los poderes económicos. El primer libro, que se va a reeditar también por Emecé, fue como vivir la alegría de ese momento. Hay una crónica del último día del gobierno de Cristina (Fernández) de dos amigas que fueron a la plaza a despedirse de Cristina y vuelven tarde y un tipo les empieza a decir algo y ellas le sonríen porque estaba esa alegría en el aire; una alegría que se perdió. El tipo nos estaba insultando, nos gritaba “conchudas”. Hasta ahí fue lo real y en la ficción yo puse algo así como que nos fijamos la hora. Era las dos y cuarto de la mañana; vivíamos bajo el macrismo. Como una mala profecía, ¿no? Bajo el macrismo nos decían “conchudas” y empezábamos a vivir el desamparo y la hostilidad.