Philip Roth (Newark, New Jersey, 1933) fue uno de los muy pocos autores a los que la inmortalizadora Library of America comenzó a reeditar/ordenar su obra estando ellos aún vivos. Eudora Welty y Saul Bellow fueron los únicos otros dos. El último de los nueve volúmenes, dedicado a su obra ensayística (Why Write? / Collected Nonfiction 1962-2003), había aparecido en septiembre del 2017 y cerrado ese círculo donde se conjugó a lo carnal con lo político, a la raza con el oficio, y a la elegancia con las conductas extremas.

  Ahora, con el punto final de la muerte todo está en su sitio y Blake Bailey (quien ya se había ocupado de Richard Yates y John Cheever y Charles Jackson) tiene el inevitable último capítulo para la biografía de Roth que ha venido, con plena colaboración de su sujeto, investigando desde hace ya años. (Roth estipuló a sus abogados que luego de su muerte, terminada la tarea de Bailey, todo su archivo fuese destruido porque “no quiero que mis papeles anden dando vueltas por ahí. Nadie debe leerlos”.)

Las últimas páginas de lo de Bailey, seguramente, no plantearán demasiados problemas: Roth se había retirado públicamente de la escritura en 2012 (lo suyo fue, sí, una rothirada en toda regla, sólo retornando para algún ocasional artículo y entrevista en la que advertía cosas como que “la vejez no es una batalla: es una masacre”); se le consideraba un mayúsculo de las letras de esos a los que condecoran presidentes; era invocado cada octubre cada vez que volvía a no ganar el Nobel (con particular indignación cuando sí lo ganó Bob Dylan, para muchos casi como si se lo hubiese robado; y el que este año no vaya a entregarse el galardón por muy rothianos escándalos sexuales puede reescribirse ahora como justiciera y poética señal de duelo); y aparecía feliz en fiestas del ambiente en las que se lo consideraba el más grande entre los grandes y comentando que recientemente había releído todo lo suyo para concluir que no estaba nada mal y que lo había hecho lo mejor posible, ya no en actividad pero sí en presencia e influjo. Había ganado todos los premios que valían la pena (desde uno de dos National Book Award ya en su debut con Goodbye, Columbus en 1959 hasta un Pulitzer, un Príncipe de Asturias, un Man Booker International y un surtido de medallas honorables); su cumpleaños número 80 fue festejado en su ciudad natal como el de un prócer; y no parecía arrepentido de haber parado la máquina. Lo último que se le clavó al pecho fue uno de esos infartos absolutos y sin retorno –luego de lo de Tom Wolfe hace unos días, cabe pensar que Thomas Pynchon y Joan Didion y Don DeLillo están preguntándose quién será el siguiente– que se lleva a uno de los últimos titanes de la literatura norteamericana del siglo XX. 

  Y, en el caso de Roth, alguien que no sólo ofreció un último poco común y magistral sprint en su carrera con obras maestras como la bestial y ultra-fálica El teatro de Sabbath (de 1995, con su titiritero alucinado y alucinante caído en desgracia por acoso sexual, tal vez lo más indicado indicado para entrar en lo suyo y ya no salir y la favorita del propio Roth) así como la American Trilogy (compuesta entre 1997-2000 por Pastoral americana, Me casé con un comunista y La mancha humana) o La conjura contra América o Indignación. Porque Roth, también, era y es una influencia más que palpable y admitida por más o menos jóvenes escritores como Jonathan Franzen, Nicole Krauss, Jonathan Safran Foer, Jonathan Lethem. Y no es casual que uno de los fenómenos de crítica de la actual temporada literaria en USA –Asymmetry, de Lisa Halliday– no sólo emule algunos de sus procedimientos narrativos sino que, además, lo tenga, apenas enmascarado, como coprotagonista y otoñal amante de la joven heroína. Roth –se informó– habría sido novio maduro de Halliday. La novela, digámoslo, no está nada mal aunque el morbo le ha ayudado así como que Roth –acaso encantado por ser retratado como alguien aún con todas sus facultades intactas– no haya dudado en recomendarla públicamente con un “Me ha clavado”.

  Ahí como siempre: la persona de Roth como la de uno de sus mejores personajes. Un puzzle fascinante (muy recomendable, como manual de instrucciones para armar y desarmar, es el estudio Roth desencadenado de Claudia Pierpont Roth –quien no es una ex– en Literatura Random House) donde los alter-egos de Neil Klugman, Gabe Wallach, Alexander Portnoy (quien potenció hasta límites insospechados y fijó para siempre nuestra percepción del ente Madre Judía) y, muy especialmente, Nathan Zuckerman, David Kepesh y los Roth alternativos funcionan como espejos no deformantes pero sí recreadores de su creador. Alguien no sólo muy preocupado por su país sino por lo que se escribía fuera (Roth fue editor de una muy reveladora colección de narradores centroeuropeos) y más o menos involuntario motivo de escándalo y chismes por sus “problemas” tanto con rabinos muy ortodoxos que lo consideraban traidor con su tradición, feministas que lo entendían como el misógino definitivo (“¿Cómo pueden pensar que las mujeres no me importan cuando son lo único que me interesa?”, se defendió con sonrisa torcida), y sucesivas parejas fatales (entre ellas la actriz Claire Bloom quien lo retrató en una impiadosa autobiografía) que ficcionalizó apenas en Cuando ella era buena en 1967 o Mi vida como hombre en 1974. También allí, sus educadas escaramuzas críticas con John Updike (su competidor-contraparte wasp en la caza de la Great American Novel, también absurdamente ignorado por el Nobel); su antipatía por el cine de Woody Allen y su amistad con Mia Farrow en tiempos complicados (ante rumores de que Roth había pulido la despechada memoir de la actriz, el cineasta se vengó parodiando con torpeza el universo rothiano en Desmontando a Harry); su disconformidad con su entrada en la Wikipedia; y su amistad con sus mayores que lo consideraban un igual, Bernard Malamud (inspirador directo de E. I. Lonoff, maestro de un joven Zuckerman en El escritor fantasma) y Saul Bellow (quien en una emocionante carta le confesó que “no hay mucha gente en nuestra profesión que me resulte útil. Pero supe al leer tus primeros relatos que tú eras la cosa verdadera. Cuando yo era un niño todavía había herreros en las calles, y jamás olvidé el sonido de un verdadero martillo sobre un verdadero yunque. Fue entonces tan obvio para mí que tú eras uno de los buenos”) dentro de la escuela de “lo judío-americano”, categoría que para él “no tiene ningún significado. Si no soy americano, no soy nada”. 

  Roth fue mucho y acaso ahora –ante la incontestable evidencia de lo finiquitado– lo sea más; y quien firma estas líneas siempre fantaseó con un último bis/encore con un Roth yendo a Estocolmo a recibir su merecido y reactivando a Zuckerman para un último asalto. 

  Pocas veces hubo un “Gran Escritor” más gracioso, divertido e imposible de anticipar en las tramas que escogería para exponer sus inmensas ideas. Lo que no impidió qué el no tuviese algo de adivino en lo que hace a los giros en falso de su centrífugo país (Trump le parecía “un estafador empobrecido desde el punto de vista de lo humano, carente de toda decencia y con un vocabulario de 77 palabras al que podría llamarse Idiotez en lugar de Inglés”), las idas y vueltas de la en ocasiones más que impotente poderosa psique masculina e, incluso, los diferentes stages de su juguetona carrera. 

  En La contravida –de 1986, acaso la más admirable y lograda de todas sus maniobras metaficcionales– Nathan Zuckerman muere fulminado por un ataque cardíaco para “resucitar” páginas más tarde como si nada hubiese sucedido. No ha sido ni es el caso ahora. Pero también es cierto que Roth revivirá una y otra vez cada vez que se abra uno de sus libros y se lean cosas como “Había aprendido la peor lección que la vida puede enseñarte: que no tiene ningún sentido” y “la vida es ese breve período en el que estás vivo”.

  Para volverla comprensible, para prolongarla, leer y releer a Roth y a Zuckerman y a Kepesh y a tantos otros suyos.

  Goodbye, Roth.  

  Hello, Roth.