El macrismo no ha dejado de retroceder políticamente desde los días de la movilización popular en diciembre último contra el atropello legal a los jubilados y pensionados. Sin embargo su discurso público no ha cambiado en ningún asunto más o menos importante. El país de Macri es el que se incorporó al mundo, abandonó el camino que lo llevaba a Venezuela, es mirado con admiración en todos los países que valen la pena. Y lo más importante, tiene la fórmula para superar por siempre los fracasos argentinos: la libertad de los mercados. Es la misma fórmula de Alsogaray, de Martínez de Hoz, de Cavallo y de tantos otros, que repiten las nuevas generaciones de tecnócratas con la seguridad de haber descubierto la pólvora. Esa fórmula, esa ideología, ha estado detrás de cada golpe de estado oligárquico-militar. Llegó a su climax mundial en los años noventa del siglo pasado cuando se derrumbaba el muro de Berlín, desaparecía la Unión Soviética, florecía la “tercera vía” de la izquierda neoliberal y Menem convertía al justicialismo en el agente de las “reformas estructurales” que llevaron al país al desastre más grande de su historia contemporánea. 

Claro, al gastado relato de la meritocracia, el capital humano y la capacidad de autorregulación del mercado –tan viejo que se remonta al siglo XIX y mantuvo su predominio  hasta la gran crisis capitalista de 1929– el macrismo le agregó el atractivo de ganar una elección. Es decir, por primera vez presentándose el liberalismo conservador a elecciones con su propio partido, sin recurrir a golpes militares o a la captura de alguno de los grandes partidos populares. A eso hay que agregarle que Cambiemos es el nombre argentino de una contraofensiva de la derecha regional contra los procesos populistas de comienzos de este siglo. Entonces, el macrismo luce un ropaje moderno. Es la oligarquía joven, canchera, decontracturada, segura de sí misma. Encontró provisoriamente el modo de fundirse en un mismo deseo, en un mismo imaginario social con clases medias que prefieren la desigualdad aunque digan lo contrario. La promesa fue exitosa, fue ganadora. El problema es que después hay que gobernar. Y la tecnología publicitaria combinada con la intrusión en las intimidades individuales puede ser un auxiliar muy importante del gobierno y de la política. Lo que no puede es reemplazarlos.  Y la estructura misma del macrismo está hecha de materia publicitaria. Casi no tiene importancia el sentido directo e inmediato de las palabras, solamente importa la posibilidad de inscribirla en un relato siempre igual a sí mismo. No importa que las metas de inflación se cambien hacia arriba, que se pierdan miles de millones de dólares de reservas por una corrida cambiaria, que se rompa la alianza –inestable pero hasta hace poco efectiva– con un sector del peronismo, que la popularidad del presidente  disminuya en cada sondeo, que millones ganen las calles, que la cúpula sindical esté obligada a abandonar su postura conciliadora, que la iglesia católica advierta la gravedad de la crisis, que la Sociedad Rural bloquee de modo automático la propuesta de volver a las retenciones. No importa nada, el relato no se abandona. 

Nada indica que este abrazo incondicional a la utopía del libre mercado y su recitado sistemático e incesante pueda ser reemplazado por algún enfoque pragmático que surja de las orillas exteriores a los ceos que pueblan el gabinete presidencial. Hasta cabe preguntarse si todavía se está a tiempo para producir ese viraje. Antes de la desesperada intervención de Macri anunciando el inicio de una gestión con el FMI, probablemente hubiera un margen para el realismo político; el spot publicitario del presidente “llevando tranquilidad” al país sobre la base del abrazo con el centro coordinador de la usura global y corresponsable del marasmo nacional de 2001 achicó notablemente ese margen. 

Macri y los suyos se sienten portadores de una misión histórica. Desde el momento que convencieron al 51por ciento de los votantes, se sienten seguros de que esa misión no se agota en una gestión de gobierno y no se limita a revertir los legados de la experiencia kirchnerista. Toda la historia del país debe ser releída. Y la clave de esa relectura es que el país fracasó por ser distinto, por ser “anormal”. Esa anormalidad son los salarios relativamente altos en términos latinoamericanos, el peso de sus sindicatos, la fuerza de una cosmovisión igualitaria que viene de las viejas izquierdas inmigrantes y constituyó una fuerza de estado a partir del primer peronismo. Es anormal por su voluntad industrialista, por el peso específico de su estructura universitaria y científico-técnica. Por su capacidad de lucha y de ocupación de la calle. Por su excepcional cultivo de la memoria popular, incrementada exponencialmente por las madres, las abuelas y por el conjunto del movimiento de derechos humanos. Y ésta es la oportunidad de normalizar definitivamente al país. Hasta aquí el delirio refundacional funcionó en un contexto relativamente pacífico, a pesar del siniestro mensaje que se emite hacia las fuerzas de seguridad y relativamente institucional, a pesar del abuso de los decretos, la manipulación del poder judicial, la exclusión sistemática de la visibilidad para las voces críticas y la represión salvaje en algunos casos. Esta permanencia de cierto ethos democrático, aceptado de mala gana por el gobierno, está hoy amenazada. 

Detrás del discurso edulcorado, férreamente encuadrado en el relato y en las formas para su defensa que surgen del estudio de los focus groups, se mueve la amenaza, anida la extorsión. Es muy sintomático que en los días posteriores a la corrida cambiaria, las mayores novedades políticas hayan consistido en el vallado de la plaza de Mayo y en el adelanto de la intención de que el Ejército intervenga en los conflictos sociales internos. Y el día viernes cuandouna de las más gigantescas movilizaciones de los últimos tiempos ocupaba el centro porteño, tuvimos la noticia de que la cámara federal “dictaminaba” que Nissman fue asesinado. No se sabe por quién ni cómo. Pero sí se sabe por qué: es por la denuncia contra Cristina por el memorándum de acuerdo con Irán. ¿No se puede decir de modo claro y terminante que esto es la muerte misma del derecho? Acaso este hecho esté marcando un cambio de etapa política. O por lo menos la intención del gobierno, sus aliados y sus obsecuentes de producir ese cambio. Si se está dispuesto y se está en condiciones de producir semejante hecho, que contraría todas las investigaciones reales producidas sobre la muerte del fiscal y todas las teorías jurídicas que sostienen un estado de derecho, entonces no aparece a la vista ningún límite a la voluntad de consumar el atropello autoritario. 

Ahora hay que administrar un país más pobre, un estado con menos recursos regulatorios. Hay que convivir con millones de argentinos cuyo salario ya disminuido por los techos de las paritarias -con el lamentable concurso de ciertas dirigencias sindicales-, golpeados por las tarifas de servicios en los precios que aseguran la máxima rentabilidad del capital de la industria energética y de las concesionarias de servicios, y se hacen virtualmente impagables. Ahora hay que asumir la ruptura -por lo menos provisoria- de la principal alianza construida por el macrismo. Que no es la alianza con el radicalismo que se limita a sumar estructura y votos en provincias todavía no cultivadas suficientemente por los amarillos. Que es la alianza con el pragmatismo justicialista, una mezcla de necesidades financieras provinciales y deseos de terminar con la centralidad del kirchnerismo en el partido. Si esa alianza con el “peronismo moderado” no se reconstituye de algún modo y con cierta velocidad, la gobernabilidad democrática pende de un hilo. Y esa reconstitución será muy problemática si se la pretende encorsetar en las esperablemente rígidas “condicionalidades” del FMI. Puede haber conservadores entre los gobernadores peronistas y también en ciertos círculos dirigenciales del sindicalismo. Lo que difícilmente abunde, son suicidas. No se entendería por qué estarían dispuestos a quemar su futuro político en el altar de negocios que no son de ellos y de proyectos políticos que no los incluyen. 

Buena parte de la lectura predominante sobre esta crisis en plena evolución gira en torno a los cálculos electorales. Sin embargo, de esa instancia, ciertamente decisiva, nos separa más de un año. Y no cualquier año sino uno en el que se desarrollará una nueva etapa del ajuste neoliberal, en este caso bajo el control del FMI. De manera que la capacidad predictiva que hoy pueden tener los cálculos al respecto es muy limitada. Es un año en que terminaremos sabiendo muchas cosas que hoy ignoramos. El grado de brutalidad del nuevo ajuste monitoreado por el fondo, la respuesta social, sindical y política a ese proceso, la capacidad de articulación de las fuerzas que se le oponen, el nivel de violencia estatal que se despliegue, el destino de los operativos judicial-mediáticos contra la principal fuerza de oposición y, no en último término, el grado de orden y previsibilidad económica que pueda alcanzarse, son algunas de las incógnitas. En fin, es muy probable que la Argentina de octubre del año próximo sea muy diferente a la actual. Más que pergeñar pronósticos trasnochados, es necesario ganar espacio para una mirada democrática y paciente, a la vez que activa y alerta para enfrentar la previsible ofensiva de la derecha contra las libertades más elementales. La democracia argentina recuperada hace casi 35 años se acerca a una instancia trascendente: no se podrá fortalecerla y desarrollarla si no se recupera en tiempos más o menos rápida el ejercicio de un mínimo de autonomía estatal-nacional frente a un proyecto claramente orientado hacia una nueva fase de saqueo colonial. 

Dice la maldición china “ojalá te toque vivir tiempos interesantes”. Estos tiempos argentinos lo son.