Desde Barcelona

UNO Hubo un tiempo en el que spoiler era un término –traducible como alerón– aplicable principalmente a cuestiones aeronáuticas y aerodinámicas. A aquello que permitía acelerar a fondo o despegar y mantenerse en el aire y aterrizar seguro en casa o en trabajo o en vacación. De un tiempo a esta parte, en cambio, spoiler equivale a estrellarte luego del despegue y antes de aterrizar o durante una curva cerrada en el camino. Y a que el siniestro accidente se produzca, siempre, cuando alguien apretó el botón prohibido y acelera algo que no debió adelantarse. Entonces, los acontecimientos se precipitan antes de tiempo; porque esa azafata o sobrecargo agarró el micrófono y les contó a los pasajeros que todas esas absurdas maniobras de seguridad van a servir de muy poco. Y el GPS siempre acabará llevándote cualquier parte menos a la que querías ir y llegar. Y, sí, el final no va a ser feliz.

DOS Spoiler –al igual que alguna vez lo fueron tweet, app, hashtag– como futura palabra de algún futuro año. Y el acto del spoil –que antes equivalía a malcriar, despojar, aguar o desvirtuar– ahora más frecuentado como el de arruinar revelando algo que los demás no saben (o no han visto aún). Acción que se ha visto exponencialmente potenciada con el neo-folletinesco boom de las series de televisión y los enredos en las redes sociales (donde resulta cada vez más difícil no saberlo todo acerca de la nada) cortesía de trolls y de moderadores y de pulgares y caritas y tweetontos. Todos “polemizando” acerca de si críticos en medios periodísticos están autorizados o no a revelar detalles de la trama mientras reseñan (lo que se hace casi imposible si se trata de aproximarse a ese bocatto di cardinale para spoilers famélicos que es la reciente Avengers: Infinity War). Y Stephen King argumentando que los spoilers no existen y que no hay que ser infantil apostando todo al desconocimiento y/o conocimiento del argumento. Mejor recordar como, de niños, pedíamos que nos contasen una y otra vez el mismo cuento hasta saber de memoria todas y cada una de sus letras. Si somos adultos medianamente inquietos, tenemos perfecto conocimiento de lo que ocurre con Don Quijote y Drácula y Ahab y Anna Karenina y Gatsby y Aureliano Buendía y no por eso se dejará de leerlos o verlos. Existe también la teoría psicológica-existencial de que es bueno saber qué va a pasar antes de que pase y que esto, incluso, aumenta el disfrute. Y de que –como advirtió el crítico de cine A. S. Scott en The New York Times– hay que tener cuidado en trasladar a todo “esta fobia en cuanto a que no se puede conversar de lo que ya se sabe debido a una especie de tabú hiperfóbico” preocupándonos más por que no nos cuenten un twist de un guión ajeno que por el arco más o menos lógico de nuestras propias vidas. Aún así, la actitud recurrente y el acto casi reflejo (aunque muy reflexionado; porque el estropeador-adicto sabe muy bien lo que está haciendo) que algunos entienden como variante de la cretinada y que otros elevan a la categoría de “terrorismo cultural”. Pero es algo tan antiguo como el ser humano y, hey, ¿hay límite espacio-temporal para el spoiler?, ¿existe una fecha de vencimiento a la hora de lo incontable? ¿O habrá que irse a la tumba muy tardía sin revelar aquello de que los Reyes son los padres... 

TRES ...y que Jesús muere (y resucita, y se va, y no vuelve); y que Romeo y Julieta y Hamlet acaban mal; y que Keyser Söze y Tyler Durden no existen (o, mejor dicho, eran Verbal y el narrador sin nombre); Rosebud es el trineo; y que Rhett Buttler le dice a Scarlett O’Hara que le importa un cuerno lo que vaya a hacer con su vida; Darth Vader es el padre de Luke y de Leia (que resulta que eran hermanos); y que Ilsa Lund se va con Victor Lazlo y Rick Blaine se queda con Louis Renault; y que el planeta de los simios se llama Tierra; y que el asesino en el Orient Express son todos los sospechosos; y que la chica de The Crying Game es un chico y que Norman Bates se viste con la ropa y la peluca de su mamma mía (la Madre de Todos los Spoilers); que el pasado era el futuro en la reciente Arrival; y que Bruce Willis y Nicole Kidman están muertos y Terry Lennox no murió y Dumbledore sí. Y (Rodríguez todavía tiembla cuando lo recuerda) que “¡Chanquete ha muerto!”. Y ah, esa recurso/pesadilla imperdonable donde (como en El mago de Oz) resulta que ¡¡¡al final todo era un sueño!!!...   

CUATRO ...pero ahora estamos en el principio sin final de una pesadilla despierta y más bien insomne. Y la serie se estrenó hace apenas unos días pero ya es como si llevase en el aire y sin alerones varias temporadas aunque haya concluido: Emoción de Censura, se llama, se llamaba, en llamas. Y la cosa pasaba por si la maniobra de Pedro PSOE Sánchez conseguiría los apoyos necesarios de cómplices no necesariamente amigos. Los consiguió. Y –después de haber sido dado por muerto y de revivir más veces que John Snow– Sánchez apretó el botón eyector del muy apoltronado Mariano Rajoy (quien no hace mucho afirmaba que “creo que estoy en un buen momento... yo me encuentro bien” para seguir en lo suyo por toda la eternidad) luego de que la Justicia se pronunciara en cuanto a los chanchullos de su partido corrupto y a la muy poca “credibilidad” del propio jefe de gobierno como testigo que decía no saber nada de todo. 

Adiós a su estilo marca de la casa tan tranquilo. Como si el tiempo no pasase. Con sus dichos obvios y sus frases sin sentido y sus gracietas de petit-comité y sus papeles en mano y con letra grande. De pronto –y en apenas los siete días que separaba a un episodio de otro– se le acabó el crédito a él y a los suyos (ah, esas caritas de pánico donde antes había tanta soberbia) por ofrecer una supuesta estabilidad a cambio de ignorar la certera indecencia. Y todo fue “levantado” abruptamente como serie que deja de funcionar por falta de rating o fatiga de materiales. De pronto, los vascos se le dieron vuelta y se acabó lo que se daba con Rajoy refugiado durante horas en un restaurante, pero sin la clase del final/anti-final de Los Soprano: ese anticlímax más en el nombre lo que puede que de lo que fue y ya no será. Y ahora nadie se atreve a adelantar nada (aunque los foros y tertulias de tv de fans y de haters arden en suposiciones y teorías) porque puede pasar cualquier cosa además de lo que pasa siempre. Ya se sabe, ya se vio tantas veces: todos al Congreso a decir lo suyo y, mientras hablan los otros, mirar y teclear en sus teléfonos sin importarle las cámaras y, mucho menos, la gente que los vota o no y que los siguen en otras pantallas, desde sus casas, pensando en que –de nuevo, spoiler alert!– son todos unos ineptos personajes y pésimos actores.

CINCO Pero aún así hasta la trama más inocurrente puede derivar hacia lo imprevisto: el jueves de la moción de censura Zidane se fue del Real Madrid como si diese un cabezazo sobre la mesa. Y la exitosa revisitación de Roseanne fue interrumpida por comentarios desubicados en el siempre desubicado y desubicante Tweeter donde la actriz no dejaba de apoyar toda teoría conspiranoide de Trump & Co. Y hay rumores de retornos de Friends y de Seinfeld. Y se acabó The Americans: una de las mejores series de los últimos tiempos –y de la que casi nadie habla o destripa o revienta o spoilea– con un último episodio que fue una obra maestra de elegancia y emoción sin necesidad de caer en sorpresas bruscas o delirantes; porque sus guionistas saben que lo importante, siempre, no es tanto saber cómo termina sino saber qué es lo que se acabó.

Al final, en cualquier caso –último y sin secuela spoiler alert!– todos mueren, todos morimos. Aunque, sin embargo, algunos siguen un rato más: en constantes repeticiones de sus episodios, como cadáveres políticos ante los ciudadanos estupefactos, putrefactos, podridos. Cansados –Rodríguez incluido– de la misma historia de siempre. Historia a la que no se puede arruinar porque ya está en ruinas.

SEIS Troya cae y Odiseo vuelve a casa.