Cuando el presidente Richard Nixon tuvo en 1972 su cordial encuentro con Mao Tse Tung en Beijing –líderes de países que se enfrentaron en la Guerra de Corea donde EE.UU evaluó usar la bomba nuclear–, el perjudicado fue el gobierno de Taiwán: China y EE.UU restablecieron lazos diplomáticos y la isla perdió su status de país –aunque no de aliado– para los norteamericanos: la China dividida en dos fue entonces una sola para EE.UU, mientras Mao movía así una ficha paralela y “proimperialista” en su disputa con la URSS. Cuatro décadas más tarde, el Gigante Rojo pasó a ser el principal tenedor de bonos del tesoro norteamericano y casi el salvador de su “adversario” durante la crisis económica mundial de 2008.

Al retirarse EE.UU de Vietnam en 1975 totalmente humillado, la división norte-sur de este país fue saldada por la guerra, no restando mucho por negociar. Bill Clinton restableció las relaciones sin mucho intercambio en la mesa de negociación, apenas veinte años después: hoy Vietnam es una sola y EE.UU es el principal cliente de las exportaciones vietnamitas.

Nada de esto había sido posible hasta ahora en la relación EE.UU-Corea del Norte, por una confluencia de fatídicos factores. A diferencia de Vietnam, la península coreana quedó dividida en dos mitades resultado de un empate. Cada polo llevó su modelo a extremos pocas veces vistos, apartándose incluso de la norma mundial. Corea del Norte devino en un pseudocomunismo de rasgos monárquicos ajenos a la teoría marxista, al tiempo que en el sur se instalaba un hipercapitalismo dictatorial –con fuerte presencia estatal en la dirección de la economía– que se radicalizó en su exigencia de eficacia y superexplotación, al punto que sus habitantes inmersos en la “sociedad del cansancio” y el “panóptico digital” –conceptos del filósofo surcoreano Byung-Chul-han–, terminaron elevando la tasa de suicidios a la más alta del mundo desarrollado: en los últimos cinco años 70.000 surcoreanos se quitaron la vida, en gran medida por estrés y soledad digital. Estos dos modelos son inconciliables hasta hoy. 

¿Por qué EE.UU no tuvo con Corea del Norte el mismo pragmatismo que en China y Vietnam? El pequeño mercado norcoreano asfixiado desde afuera y sin commodities, nunca resultó tentador para la que es, todavía, la economía más grande de la tierra. Por lo tanto han seguido primando los reclamos de “democracia” y “derechos humanos”. 

El otro factor que impidió hasta ahora un acuerdo de paz duradero ha sido la existencia de un régimen paranoico en un sentido estalinista en Corea del Norte. Las tres generaciones de presidentes Kim estructuraron su análisis del mundo con la lógica de lo que Byung-Chul-han caracteriza como la “sociedad inmunológica” típica de tiempos de Guerra Fría –a un lado y al otro de la Cortina de Hierro–, en la cual todo cuerpo extraño llegado desde el exterior debía ser neutralizado por el sistema defensivo en una reacción “anti-viral”. Por esto Corea del Norte se encerró sobre sí misma de manera absoluta, como lo hicieron China entre los siglos XV y XIX y Japón desde 1639 a 1853, en los tres casos por miedo a una colonización extranjera. Este sentimiento de desconfianza total conspiraba contra cualquier entendimiento con ese enemigo real que era EE.UU, el cual había reducido a cenizas cada ciudad norcoreana con bombardeos. 

Lo único factible de negociar –la reunificación– era inaceptable para cada bando, en la medida en que alguna de sus dos cabezas políticas tuviese que ceder un poder imposible de compartir. Al no haber términos de intercambio, Corea del Norte y del Sur quedaron técnicamente en guerra y EE.UU también. Por esto la situación devino en ese limbo insólito, un capítulo anacrónico de la Guerra Fría. Curiosamente, lo que permitió destrabarlo fue su recalentamiento adrede: Corea del Norte se nuclearizó.

La dinastía Kim adquirió algo valioso para colocar sobre la mesa: a cambio de la desnuclearización, pidieron un pacto real y creíble de no agresión ni invasión, y el aflojamiento de las sanciones económicas. Todo esto, sin embargo, se puso en entredicho de manera intempestiva hace un mes, cuando Kim dio por cancelada su reunión con Trump. John Bolton -Consejero de Seguridad Nacional- había dicho la única palabra que no debía ni siquiera insinuar: “Libia”. Se refirió al modelo de negociación que hubo entre ese país y Occidente, resultando en la desnuclearización libia a cambio de su salida del “eje del mal”. Claro que esto devino en el asesinato de Khadafi a manos de un ejército con apoyo extranjero. El presidente de Corea del Norte, naturalmente, se sintió engañado. 

El acuerdo que se venía negociando por detrás de la escena pública, necesariamente debía tener como uno de sus ejes que se le garantizara a Kim seguir en el poder, única garantía de no terminar como Muamar Khadafi o Saddam Hussein. La cumbre internacional había quedado en veremos durante tres semanas, hasta que Kim Yong-Chol –ex jefe del espionaje norcoreano– viajó a Washington con un sobre enorme, conteniendo una carta para Trump. Allí se habría reafirmado el compromiso de desnuclearizar y seguramente exigieron lo de siempre, pero de manera más creíble: garantías. 

El presidente de EE.UU respondió con inusuales buenos modales: “Ellos quieren la desnuclearización; creemos que es importante. Y cometeríamos un gran error si no lo lográramos. Creo que tendremos una relación y comenzará el 12 de junio”. Y en un tweet agregó que, en apenas un minuto, se daría cuenta de si Kim miente. 

Corea del Norte, para se creíble, tendrá que desmantelar el gran complejo nuclear de Nyongbyon con su reactor soviético, algo verificable incluso desde un satélite. En cambio, las plantas de enriquecimiento de uranio son más pequeñas y trasladables a alguno de los 10.000 túneles que surcan el subsuelo norcoreano. Con siete kilos de plutonio ocupando el mismo volumen que una pelota de softball, habría materia prima para una bomba atómica (o en una botella de un litro de uranio enriquecido). Inevitablemente, un acuerdo de este tipo necesita entonces de una cuota alta de confianza. Trump también exige la eliminación de los misiles intercontinentales ICBM que, en teoría, alcanzarían los EE.UU. 

Donald Trump gana con este acuerdo la posibilidad de mostrarse más pacifista –hay quienes pretenden candidatearlo a Premio Nobel de la Paz–, al mismo tiempo en que acaba de romper el pacto antinuclear con un país por cierto petrolero como Irán, y restablece un enemigo histórico para sus peleas por Twitter. 

  En el centro de la triada del conflicto intercontinental con base coreana confluyen dos sentimientos compartidos por todos: el deseo de evitar una guerra nuclear y un aura de suspicacia mutua. No parece vislumbrarse en el futuro la aparición de un McDonald’s junto a la Plaza Kim Il-Sung en Pyongyang, la señal previa de una posible reunificación. Los carriles por donde podría fluir el acuerdo seguramente irán en otro sentido.  

Los acuerdos de la reunión en la isla-resort de Singapur no darán los resultados –al menos a mediano plazo– que tuvieron los acercamientos de EE.UU con China y Vietnam. El cambio podría ser que las dos caras del bifronte coreano que se dan la espalda, se den vuelta y comiencen a mirarse. Corea del Norte ya tiene un moderno centro de esquí y está terminando un mega resort de playa en forma de pirámide con un lago artificial, donde en algún momento podrían comenzar a llegar millones de turistas surcoreanos. En la ciudad china de Dandong –fronteriza con Norcorea– algunos sueñan con una carretera comercial que conecte China con Seúl en pocas horas, en la que Pyongyang sea una mera parada de reabastecimiento. 

  Así como la ciudad de Zhezhen fue el primer experimento capitalista de la China comunista con empresarios taiwaneses, las corporaciones surcoreanas quisieran reproducir en todo Corea del Norte –sin reunificación– el modelo del complejo industrial intercoreano Kaesong que se instaló hace unos años del lado norte de la frontera, donde los sureños ponían el capital y los comunistas el trabajo, hasta que la escalada conflictiva de 2013 lo arruinó todo: allí el salario mínimo era de US$ 169 mientras que en Corea del Sur es de US$ 1470.

Hoy, resultado remoto del encuentro Nixon-Mao, China y EE.UU son competidores geopolíticos y económicos, pero también fuertes socios comerciales más allá de esa disparidad en la balanza a favor de China que molesta a Trump, interesado en traer de vuelta a casa las fábricas norteamericanas exportadas en busca de mano de obra barata. Pero grandes firmas como Apple dependen de la flexibilización laboral extrema con que somete Foxconn –firma taiwanesa ensambladora con plantas en China– a más de un millón de obreros chinos: China le hace el “trabajo sucio” a Apple sin dejar la firma de nadie, y esto le sirve al país para multiplicar su PBI. Este mismo negocio –que acerca las condiciones laborales a una idea de esclavitud moderna– podría cerrarle muy bien a firmas coreanas como Samsung, Hyundai y LG hipotéticamente instaladas en Corea del Norte, allí donde no existe derecho a reclamo alguno, hay un estado de vigilancia total y por lo tanto una mano de obra sumisa, condiciones necesarias para el desarrollo del modelo tigreasiático. 

Julián Varsavsky: Coautor con Daniel Wizenberg del libro Corea, dos caras extremas de una misma nación.