“Cuando mi abuela me contó de su aborto me dio ganas de ser joven hace 50 años y acompañarla. Hablamos de lo terrible que fue para ella pasarlo sola y lloramos juntas”, cuenta Bárbara. Nancy tiene 85 años y se mueve despacio. Ella y su nieta toman mate en la cocina mientras de fondo, en la tele, alguien habla sobre el debate por el aborto. “Se animó a contarme que cuando estaba en una relación consolidada se hizo un aborto porque no quería tener más hijos. Nadie de su familia lo supo. Ya había sido bastante señalada cuando se divorció que hablar de aborto era casi una condena a muerte. Tuvo la posibilidad de pagar el procedimiento y a pesar de no saber muy bien qué le estaban haciendo, tampoco quiso preguntar, nunca sintió que su vida corriera peligro”. Nancy tenía 39 años y trabajaba como secretaria de un arquitecto para mantener a sus dos hijos, se había quedado sola cuando su ex marido cambió la cerradura y los echó de la casa. Hace un tiempo, cuando los cuellos, mochilas, carteras y bicicletas se poblaron de pañuelos verdes le dijo a su nieta que la ley tenía que salir para que a ninguna otra chica le pase lo mismo que a ella, abortar sola y sin información, guardarlo como el secreto de un pecado y verse obligada a ocultar el deseo propio como una crueldad. 

El debate público sobre el aborto legal, seguro y gratuito se instaló también en las casas y abrazó a todas las tías, abuelas, madres, hijas, nietas y sobrinas. Relatos custodiados por el miedo que aparecen, no ya como confesiones, sino al calor de la lucha feminista. Historias que despiertan 30, 50 y hasta 80 años después. “Mi abuela Katya abortó en 1933 –narra Cecilia– le tomó 40 años poder hablar de eso y solo se lo dijo a mi tía el día que ella también le contó que había abortado”. Katya tenía 22 años, era ama de casa y estaba casada con un inmigrante ruso que trabajaba como maquinista. Tenía dos bebas que se llevaban menos de un año de diferencia cuando quedó embarazada. No tenía plata ni deseo de ser madre de nuevo. Se hizo un aborto. Al año siguiente se vio ante la misma situación y decidió interrumpir el embarazo. Muchos años después, su hija Graciela quedó embarazada de un novio que su familia no aprobaba porque no era judío. Juntó plata, se hizo un aborto en secreto y se fue sola a estudiar a Estados Unidos. Nunca más volvió a vivir en Argentina. Katya viajó a visitarla, le llevó yerba y alfajores. Estaban solas en el departamento y Graciela sintió que lejos de todo su mamá ya no podía juzgarla. Se encontró con otra historia guardada. Katya se esforzó mucho en explicarle a su hija los motivos y las circunstancias en que decidió interrumpir esos embarazos. Nada dijo sobre cómo se sintió, si estuvo sola o alguien la ayudó. Graciela no se animó a preguntar y nunca más hablaron del tema. “Mi tía Graciela está de visita– cuenta Cecilia– Nos juntamos a almorzar en la casa de mi mamá. Hace semanas que yo no hablo de otra cosa que no sea el debate por el aborto, se me ocurre preguntarle a mi tía si donde ella vive es legal, mi tía empieza a dar una serie de datos extraños, se traba, tose, mi mamá se pone nerviosa, mi tía se va al baño. Vuelve. Le dice a mi mamá que tenía que contarle algo”. Les contó todo. 

Victoria y Florencia    

Es un sábado común. La sobrina de Victoria, Florencia llega a la casa de la abuela con el pañuelo verde atado a la mochila. Almuerzan con un montón de tíos, sobrinos y hermanos de ambas. Como suele suceder, ningún hombre se levanta a lavar los platos pero opina: “Para mi el aborto no va a salir, este es un país católico”, “Para mi sale”, dice Florencia. Ella y su tía se quedan solas en la cocina porque todos los hombres se van a tomar café al living. “Para mi también sale, es una locura que sea ilegal decidir, cuando yo me lo hice tuve que mentir sin parar a todo el mundo”, las palabras salen de la boca de Victoria como explosiones guardadas 27 años. “Me acababa de recibir, tenia 23 años, quedé embarazada y no quería tenerlo. Lo hablé con el pibe con el que salía, dio vueltas, yo no quería tenerlo sola. De todos modos, la decisión era mía y yo no quería tener un hijo en ese momento. De casualidad sabía que la novia de un amigo había abortado hacía poco y le pedí el contacto del médico. Fue todo absolutamente secreto, no se lo dije ni a mi mamá, ni a ninguna amiga, estaba angustiada, me sentía sola. Me gasté el sueldo de tres meses de trabajo, pero estaba tranquila de que era un médico. En mi barrio había curanderas que te ofrecían hacerte un aborto con perejil. Esa noche dormí en la casa de la chica que me había pasado el contacto del médico, no era mi amiga, no estaba cómoda, pero era la única persona en el mundo con quien podía compartirlo al menos un poco. Tenía miedo, no sabía si podía ir presa, pero nunca me arrepentí”. Para Victoria no contarlo no fue una decisión, no existía otra posibilidad. 

Valeria, Claudia y Mary

“Mi vieja defiende el aborto legal desde que yo tengo memoria –cuenta Valeria– cuando empezó el debate fui a su casa y le llevé el pañuelo. Se le llenaron los ojos de lágrimas”. De chiquita Valeria le preguntó a su mamá cómo había muerto su abuela. La historia tardó un poco más en llegar. Valeria ahora sabe que su abuela Mary murió a los 24 años en un aborto clandestino. Era operaria en una fábrica, estaba casada con su abuelo y tenía a su tía de un año y medio y a su mamá Claudia de nueve meses cuando decidió interrumpir un embarazo. El médico de la familia accedió a practicarle el procedimiento en su consultorio bajo terminante confidencialidad. “Le perforó el útero en el raspado y no la llevó al hospital hasta el último minuto. Era más importante salvar su prestigio que la vida de mi abuela. Cuando llegaron les dijeron que ya no había nada para hacer y la mandaron a morir a la casa”. El padre de Claudia se volvió a casar, tuvo otro hijo y no volvió a hablar de la mamá de sus hijas. En el silencio absoluto se convirtió en una criminal. “Mi mama no sabe nada de la historia de mi abuela, nadie le contó cómo era. No tiene ni una anécdota. No sabemos si era divertida, alegre, qué le gustaba. Lo único que tenemos es una foto que mi mamá convirtió en cuadro y colgó en el comedor de casa. Una foto hermosa, retocada como se estilaba en la década del 40, parece una actriz de cine”, cuenta Valeria y agrega: “Hace unos años una tía le regaló a mi mamá una foto de mi abuela. Al reverso había una fecha, mi mamá pensó que era del día en que sacaron la foto. Yo me fijé y le dije: ´No, ma, mirá el año, es la fecha de nacimiento´, así supimos que era de géminis igual que yo. De ese modo vamos reconstruyendo la historia, cada pequeño dato es una victoria”. Valeria cree que ésta ley llega tarde a la vida y a la historia de las mujeres de su familia, pero espera que su hija crezca en un mundo donde la maternidad sea una opción y no una obligación. Y eso cambia todo.