La angustia es como una bola negra a punto de estallar. “Va a llegar el día en que mi barriga empiece a crecer”, piensa Nefer, una adolescente que trabaja con sus padres y su hermana en el puesto de una estancia donde ordeña vacas. Ella quedó embarazada después de una violación. La narración de la escena sugiere que no hay consentimiento, pero a la par deja entrever que no hace otra cosa que pensar en el Negro, el hombre del que está enamorada. Nefer no quiere tener a ese hijo: “Tal vez si me subo a caballo y galopo mucho, tal vez si trabajo muy bruto, tal vez si me duermo muy profundamente podré despertarme sin nada... Yo pensé que si iba a casa de, de alguna persona me podría... a casa de...” La locución adverbial condensa un deseo legítimo que se estrella contra el cerco de la clase social: las mujeres pobres no pueden abortar. No tienen los medios ni el dinero para hacerlo. Las ricas, en cambio, “se revuelcan con cualquiera pero nadie se entera, se las saben arreglar”. A treinta años de la muerte de Sara Gallardo, la reedición de su primera novela Enero (Fiordo) –escrita a mediados de los 50 y publicada hace 60 años, en 1958–, y la publicación de parte de su prosa periodística Los oficios (Excursiones), confirman la “originalidad tan radical” de su obra, como lo advierte Martín Kohan en el prólogo de Eisejuaz: “Lo más justo es inscribirla en esa zona de la literatura latinoamericana de los libros que no se parecen a nada, y que no encajan ni aun en el canon de la heterodoxia finalmente establecida, y que no van a aparecer o a recordarse sin dejar de ser un descubrimiento”.

Sara Gallardo Drago Mitre (Buenos Aires, 23 de diciembre de 1931 - 14 de junio de 1988) y su obra no se parecen a nada. Tenía un manejo de la lengua excepcional –después de leer Enero se pega esa especie de muletilla con la que responde Nefer cada vez que le preguntan cómo está, ese “bieniusté” que se repite como un mantra de la oralidad– y la audacia de una narradora que parece desafiar el horizonte de los ancestros notables de los que descendía: era nieta del naturalista y ministro Angel Gallardo, bisnieta de Miguel Cané, autor de Juvenilia, y tataranieta de Bartolomé Mitre. En su primera novela, en vez de meter el dedo en las contradicciones de la clase alta, indagó en el campo de los puesteros que trabajan en las estancias, y cómo vive una muchacha que ordeña vacas ese mundo marcado por el alcoholismo y la violencia contra las mujeres. Nefer quiere “verse libre de esto”... Pero para ella no hay liberación a través del aborto, sino el sometimiento mediante un matrimonio impuesto, concertado de antemano. “Las cosas escondidas no pueden hacerse de acuerdo con los patrones porque ellos no comprenden. Los patrones y los policías tienen ideas parecidas”, reflexiona Nefer. Y no se equivoca. Una sola vez aparece la palabra que no se pronuncia desde el principio de la novela. “Su madrina dijo que abortar –esa es la palabra– era peor que un crimen, porque es matar a uno que no puede defenderse. Aunque lo dijo hace tiempo vuelve a oírla: ‘¿Por qué no conocemos su cara no nos duele matarlo’”. 

Quizás el asma marcó el destino de Gallardo. La niña-adolescente estaba acostumbrada a pasar la noche en vela, mientras esperaba superar el acceso de tos y conciliar el sueño. Hasta entonces, aprovechaba los libros de la biblioteca familiar. De la lectura pronto pasó a la escritura. “Escribir es un oficio absurdo y heroico”, dijo la autora de cinco novelas –después de Enero llegarían Pantalones azules (1963), Los galgos, los galgos (1968), con la que obtuvo el Premio Municipal; Eisejuaz (1971) y La rosa en el viento (1979)–, los cuentos de El país del humo (1977), varios libros para chicos, y colaboradora de las revistas Primera Plana y Confirmado, entre otras, y el diario La Nación. “Lo único verdaderamente apasionante y revelador es el periodismo-imaginación, que descubre, digamos, un problema feroz allí donde cuatro negros se rascan los piojos en estado de euforia”, escribió Gallardo en “Cómo sufrimos los periodistas”, una de las columnas que escribió para la revista Confirmado, entre 1967 y 1972, publicadas en Macaneos (Ediciones Winograd), con estudio preliminar, selección y notas de Lucía De Leone.

Eisejuaz, el protagonista de la novela, es un indio mataco del monte salteño que se cree habitado por los espíritus de la naturaleza. La voz en primera persona de Eisejuez tiene una potencia extraordinaria. Sara se pone en el lugar de otro radicalmente distinto. Tal vez una “nómada” como ella –que viajó tanto por Europa, América latina y Medio Oriente– podía tener esa flexibilidad de adoptar otra perspectiva, otro punto de vista. La escritora conoció al hombre que inspiró el personaje de la novela en Salta, a fines de los años 60. La recreación lingüística y gramatical del habla del indio mataco no es sólo gramatical. “Yo soy Eisejuaz, Este También, el comprado por el Señor, el del camino largo. Cuando he viajado en ómnibus a la ciudad de Orán he mirado y he dicho: ‘Aquí descansamos, aquí paramos’. Allí mi padre, ese hombre bueno, allí mi madre, esa mujer animosa con el hijo de encargue, allí tantos kilómetros saliendo del Pilcomayo a pies hicimos por la palabra del misionero. Allí mis dos hermanos. Allí yo, Eisejuaz, Este También, el más fuerte de todos. Veo y digo: ‘Aquí descansamos, aquí paramos’. Los lugares no tenían nombre en aquel tiempo”. Aunque habla el castellano, Eisejuaz –que para el mundo cristiano es Lisandro Vega– no es bilingüe; por eso emergen pequeñas “inadecuaciones” a las que apela la escritora, como el uso excesivo de gerundios o la doble negación desarticulada, con el orden trastocado: “Y nada no pasó”.

Su narrativa adoptó una posición política que consistió en tomar distancia de la narrativa urbana y cosmopolita. Sus novelas se desplazan del centro a los márgenes, como si la escritora fuera demasiado consciente de la necesidad de buscarse en los otros –en la hija del puestero o en el indio mataco–, en lo reprimido y negado. Gallardo trató de demostrar que en la diferencia, en lo descolocado, vibra la alteridad.