Salía por Callao con amigas y la vi. Iba sola. Tapado, cartera negra, el pelo largo peinado recogido, gafas colgadas al cuello, pañuelo verde sobre foulard blanco y sonrisa a prueba de todo. Me tuve que acercar: era como un imán. Caminaba sola en medio de los restos de la fiesta en que se había convertido la vigilia bajo cero, sonreía entre ese mar de chicas que poblaban todavía los alrededores del Congreso. Muchas de ellas no sabían que esa señora de ¿80 y algo? que avanzaba como paladeando cada imagen había sido clave: si ella y otras pocas (un puñado de mujeres incómodas, inquietas, molestas) no hubieran empezado a hacer ruido hace años, ninguna de esas escenas habría sido posible. Pero no pensaba en eso, sino en que, quién lo diría, finalmente había pasado. Eso me dijo después. Martha Rosenberg tenía destellos de glitter verde sobre la piel. Rió: “¡No, no me puse yo! Pero de saludar a las chicas se me pega, se ve. Si yo ni llegué a maquillarme, no ves”.

Entre la votación (que seguí desde un balconcito con vista al recinto, rodeada de colegas, de emoción de trabajo en equipo) y la caminata por Callao, había visto fotos: de la noche, de la calle, de las chicas, de los chicos. También videos de cómo reaccionaron esas multitudes al resultado de la votación; en primera línea, en varios de esos videos, estaban otras alma mater de la campaña y del proyecto que está en tratamiento en el parlamento, las feministas históricas como Marta Alanis, Nina Brugo y Nelly Minyersky, que habían pasado años trabajando casi en soledad aunque reclamaran derechos para todas. Algunas colegas que tuvieron la fortuna de seguir la votación cerca de ellas habían regresado conmovidas a la sala que compartimos dentro del Congreso; contaban cómo había sido y lloraban otra vez de emoción. Alanis, Brugo y Minyersky (que con sus 89 años, con sus taquitos y su bastón, se había ido de madrugada pero como no había podido conciliar el sueño regresó a la calle, al frío) decían, y se ve en las fotos, habían gritado, y saltado y visto suceder lo que tal vez nunca habían creído ver. Porque querer no siempre es poder.

Y sin embargo ahí está: pudieron.

No ver a Rosemberg en esas fotos me extrañó, y entonces me contó: ella estaba regresando al Congreso cuando sucedió la votación. Iba en el subte, en un vagón que estalló en gritos y aplausos cuando se supo el resultado. “Y era el subte D, eh”. Cuando llegó a la avenida Callao, la multitud. Algunas chicas que no la conocían pero la vieron inquieta le preguntaron hacia dónde buscaba avanzar. “Quiero ir con mis compañeras de la Campaña”, les respondió. Y entonces sucedió: las desconocidas, las chicas que estaban ahí, formaron un cordón para que pudiera llegar. Porque estamos todas para todas.

Luchar por personas a las que no conocés, cuyos nombres tal vez no llegues a saber jamás, de quienes posiblemente no adivines siquiera los rasgos, el tono de la voz. Hay algo de eso en estos días, en estos años. Una diputada, ya no recuerdo quién, dijo en su discurso: nuestras abuelas lucharon por el voto; nuestras madres, por el divorcio; nosotras, por nuestro cuerpo, para que puedan disfrutar nuestras hijas. En esa cadena estamos creciendo tanto y hay tanto futuro que cómo no entender la emoción de las adolescentes que pasaron la noche en vela, arropadas con mantas, sobre las avenidas, sólo para ver que se hacía real lo que estaban pidiendo. Esas chicas no tienen límite.