De todas las alocuciones, de todos los cronistas, de todos los países, de todas las credenciales aprobadas, de todos los viajes en metro, de todos los camareros desorientados, de todos los gordos transpirados cantando canciones de cancha, de todos los estadios, de las diez sedes, de los 64 partidos, de las 32 selecciones, de los 8 grupos y de todo el recorrido eterno de 9.288 kilómetros que el ferrocarril Transiberiano hace a lo largo de Rusia, nadie, pero nadie, debe haberse impacientado más al llegar hasta la palabra número 89 del párrafo actual que la gran figura de este Mundial: el Crack Ansioso.

El Crack Ansioso es una construcción que podría ser mítica pero que está aquí junto a nosotros, en forma de periodista, y nos acompaña desde el tramo de Barcelona, en el que, como buen Crack Ansioso, pobló de desesperaciones a cada uno de los días de la cobertura de la estadía del seleccionado argentino en la segunda ciudad de Lionel Messi. Pero, cuidado, si bien su impaciencia característica podría ser una cualidad desalentadora para cualquier otro, en el Crack Ansioso se termina por formar en un superpoder avasallante, capaz de hacer gigante a este hombrecito que con su jopo se eleva un centímetro arriba del metro sesenta y cinco.

El Crack Ansioso no contagia su ansiedad, más bien la convierte en momentos memorables, como en ese mensaje de WhatsApp que guardamos como un tesoro y en el que, luego de que un futbolista de la Selección se lesionara de gravedad, nos mandó gritando la noticia en tono desfalleciente y avizorando su propio deceso: “¡Se rompió Lanzini! ¡Se rompió los ligamentos Lanzini! ¡Este Mundial es un caos! Voy a morir en cualquier momento.” Por suerte, aunque luego de una ardua crónica durante la que despidió insultos y adjetivos por igual, el Crack Ansioso sigue entre nosotros.

El Crack Ansioso es flaco como un papel y camina rápido, como si en cada paso se lo llevara el viento. En el medio de esas idas y vueltas que el mágico ser humano en cuestión amontona pasiones, sus compañeros le dan la estocada final cuando le anuncian: “Messi se fue de la concentración.” El Crack Ansioso deja de gesticular por primera vez en el día. No puede creerlo. Está a punto de mandar otro audio memorable. Va a explotar en ansiedades. La curva pasa de largo y todos reímos de su rostro. Messi sigue durmiendo en Bronnitsy y la figura puede cenar en paz.

Si hay miles de personas que dicen haber visto el debut de Diego Maradona en Primera aunque en realidad jamás estuvieron allí, muchos deberían poder presumir de haber presenciado el día en el que el Crack Ansioso contó la trágica historia de sus mascotas. En un tedioso viaje por una ruta perdida, como uno de esos magos que te sacan del letargo tirando caños, nos blanqueó las duras pérdidas del canario Ricardito, que se fue de este mundo después de un atracón con alimento para pájaros; el hámster Gerry, cuya partida se dio luego de que se metiera en el lavarropas sin avisar justo antes del comienzo del lavado; y la tortuga Manuelita, cuya cabeza se desprendió y rodó por el patio luego de que tomara por cuenta propia y sin avisar un conocido veneno para cucarachas. El Crack Ansioso sí que sabe compartir las tragedias.

El Crack Ansioso se merece este texto por sus geniales anécdotas, pero, sobre todo, porque, lejos de ser un personaje que sólo sirve para divertirse, constituye en su humanidad a un periodista íntegro, capaz, bueno, compañero y querible. Y, además, es siempre capaz de subir sus niveles de ansiedad hasta lugares insospechados sólo con la intención de llenar de vida a esos momentos de interminables esperas, malos sueños, nostalgias habituales, dificultades idiomáticas y cansancios normales que todo viaje de cobertura tiene, por más que el viaje en cuestión sea el codiciado Mundial. El Crack Ansioso escribe en uno de los diarios más leídos de este país. Si usted no lo lee, debería. Si usted no tiene un amigo como él, también debería.

En Moscú son casi las dos de la mañana y el Crack Ansioso está dando otra función de show. Ya insultó a un GPS ante un intento por retomar sin hacer infracciones de tránsito porque, según él, “por esta avenida no se puede dar vuelta nunca y tenés que seguirla hasta que termine aunque tenga dos manos”. Ya pidió una marca de cerveza que no había. Y una pizza bolognesa que tampoco. Su impaciencia marca récords. Cuando salimos del restaurante, a eso de las dos y media de la madrugada, la Rusia veraniega comienza a clarear luego de sus apenas tres horas de noche. Aquí el sol sale casi después de anochecer. Entonces, alguien lo mira al distinto y dice al aire: “El día acá es así, no se aguanta mucho sin volver a aparecer”. Otro cronista pispea el cielo, redobla el paso detrás de la estrella y piensa que acá el día es ansioso. Tan ansioso como el Crack Ansioso.