Desde Barcelona

UNO Rodríguez se había enterado de que el nuevo  había tenido ya lugar y tiempo en el último Cannes. Y que la película –2001: A Space Odyssey– había sido re/presentada allí por Christopher Nolan, ese alumno/descendiente más que (ir)regular de Stanley Kubrick (el mejor con mucha ventaja, a no dudarlo, es Paul Thomas Anderson). Nolan había llevado al festival francés una flamante copia en 70 mm a partir de negativos originales almacenados desde hace décadas. Sin retoques digitales de ningún tipo y mucho menos con el añadido de aquellos minutos almacenados en las bóvedas de Warner que el propio Kubrick decidió cortar luego de un pre-estreno turbulento. La idea era que así los espectadores de hoy pudiesen experimentar lo que sintió Nolan  (y sintió Rodríguez) cuando tenía unos siete años: “la sensación de que los films pueden ser cualquier cosa y hacer cualquier cosa”. Sí, para Nolan y para Rodríguez, la exposición sin protección alguna a las radiaciones de 2001: A Space Odyssey en sus infancias significó no sólo la súbita y absoluta conciencia de estar flotando en el luminoso espacio exterior sino, también, el que las cosas podían contarse de manera diferente y no lineal. Ahí, en la oscuridad del interior de un cine proyectándose algo que, según Steven Spielberg, “no es un documental, no es un drama, no es ciencia-ficción... Es más, ni siquiera es una película...  2001 es una experiencia”.

DOS Y Rodríguez vuelve al amanecer de su humanidad bien experimentado. Rodríguez no sólo vio un nuevo documental sobre Kubrick (Filmworker, narrando la vampírica y nutritiva relación de Kubrick con su ayudante todo-terreno Leo Vitali) sino que además acaba de terminar de leer el flamante y conmemorativo Space Odyssey: Stanley Kubrick, Arthur C. Clarke, and the Making of a Masterpiece de Michael Benson,  donde se entera de tantas cosas acerca de algo de lo que pensaba ya saberlo todo. Desde la trascendencia del duelo económico-místico-narrativo entre Kubrick y Clarke a la hora del lanzamiento de la novela que explicaría demasiado acerca de la trama de un film que prefería revelar lo menos posible; pasando por la reconstrucción del muy complejo rodaje casi escena a escena; hasta particularidades y trivia fascinante como que la pesada respiración de los astronautas como único sonido donde nada se oye era la del propio director de cine, grabada un día en el que estaba muy resfriado. 

Y está muy documentado y vuelve a contarse en el ensayo de Benson que el actor Rock Hudson abandonó el pase  para invitados –junto a otras 240 personas– casi aullando “¿Qué es esto? ¡No entiendo nada!”. Y que el cronista marciano Ray Bradbury condenó con un “allí no había argumento ni personajes, y no te importaba que mueran o que los maten, era algo terrible”. Y que Andréi “Solaris” Tarkovski la consideró “repelente y falsa” y sacrificando “los cimientos emocionales del film entendido como obra de arte para reducirlo a algo sin vida”. Y que en principio los críticos –la prestigiosa Pauline “The New Yorker” Kael incluida– la lapidaron desde diversos medios como “la película amateur más cara de todos los tiempos”, “monumentalmente poco imaginativa” y “tan aburrida que hasta vuelve aburrido cualquier interés que pueda despertar lo aburrido”. A algunos les gustó, pero fueron los menos. Por fortuna para Kubrick –y sus productores– 2001: A Space Odyssey no demoró en ser “descubierta” por la contracultura como el happening perfecto a condimentar con marihuana y como el trip definitivo a la hora de cargar los tanques de oxígeno con LSD preguntándose, en una revista under, si “¿Será Stanley Kubrick la identidad secreta de Dr. Strange?” 

TRES Y a Rodríguez vuelve a impresionarle/interesarle la teoría/práctica de Kubrick en cuanto a cómo construir una trama a partir de siete “insumergibles” unidades independientes (o “good parts”) por las que todo funcionará sin problemas sin importar tanto el que todo se comprenda en el acto o el verse obligado a explicarlo todo. A saber, en el caso de 2001: A Space Odyssey: (1) El monolito visita a la humanidad en sus inicios, (2) El monolito es desenterrado en la Luna y envía un mensaje a Júpiter, (3) Se envía una misión a Júpiter a investigar el destino de ese mensaje, (4) Tecnología de avanzada (“I’m sorry, Dave... I’m afraid I can’t do that”) pone en peligro la misión, (5) La tecnología es derrotada (“Dave... My mind is going...”,  (6) El astronauta sobreviviente es recibido por los extraterrestres, (7) Nace el Star Child. 

Rodríguez vuelve a repasar el método/sistema y se pregunta si cualquier vida –la suya, por ejemplo– también podría/debería organizarse/repartirse de ese modo. Contar hasta siete con segmentos que funcionasen como grandes hitos y greatest hits que le diesen sentido y razón de ser a toda existencia. Pero, por las dudas, Rodríguez prefiere no sacar cuentas con lo suyo y seguir con lo de Kubrick que, a veces, le parece una de esas siete cosas imprescindibles que alguna vez le pasó. Y que vuelve a pasarle cada vez que pasan la película por televisión (y no puede dejar de verla hasta el final, aunque la sintonice ya empezada). O, como ahora, se pasa él por un cine para verla a lo grande después de tanto tiempo. 

CUATRO Nada mejor entonces que el espacio profundo para evadirse –G7, el nuevo y en minoría gobierno de un PSOE que va a tener muy difícil gobernar pero aún así inesperada y sorpresivamente otra vez cool y en lo más alto de las encuestas y en modo “acercamiento” a independentistas catalanes que comienzan a perder la coartada de víctimas perseguidas por los españoles malos-malísimos, los refugiados del Aquarius, las conspiraciones en El Corte Inglés, el posible heredero del PP, el Mundial de Fútbol que va camino de ser más napoleónico que ruso, Trump y su despeinado peinado de Tintín en Oriente (y quien, mal que le pese a Rodríguez, ya se merece el Nobel de la Paz más que Obama), Iñaki U. a la cárcel, el efímero Ministro de Cultura y Deporte a su casa, desorbites/desorientes varios de Ciudadanos y Podemos ahí fuera– de tanta geopolítica de superficie seguramente efímera y tanto peor actuada y filmada y dirigida. 

Así, Rodríguez entrando a ver 2001: A Space Odyssey junto a su hijo de casi doce años. Ya la vieron en TCM, en plasma doméstico. Pero a Rodríguez le ilusiona que el ex-pequeño la vea “de verdad”: pantalla panorámica y sonido envolvente en los Multicines Balmes. Las únicas salas en V.O. (sin doblaje y con subtítulos) en la parte alta de la ciudad y a las que –le contó alguien– en un principio los vecinos se resistieron pidiendo, en cambio, voces en catalán. Afortunadamente, la cosa –verdadera o no– no prosperó. Y los cines tienen un detalle encantador: la vertical de cada escalón de las escaleras tiene alguna frase famosa de la historia de el celuloide: parlamentos de El mago de Oz, El graduado, Star Wars, Harry El Sucio, El sexto sentido, Titanic, Cuando Harry conoció a Sally, Casablanca... Y, por supuesto, está “Do you read me, HAL?”. Lo que le dice un astronauta gélido a una computadora sensible antes de desmantelar su memoria. 

  Y, piensa Rodríguez –a medida que pasa el tiempo y los visionados de un film inolvidable y que nunca envejece salvo en su título– es más que posible que vaya cambiando el punto de identificación del espectador. ¿Moonwatcher (como Clarke nombra al homo-simio en su novela)?, ¿el doctor Heywood R. Floyd?, ¿los cosmonautas Dave Bowman y Frank Pool? ¿Victor F. Kaminsky y Jack R. Kimball y Charles Hunter, quienes mueren sin salir de su animación suspendida?, ¿HAL 9000?, ¿El Monolito? Rodríguez pasó por todos los roles pero de un tiempo a esta parte se siente cada vez más parecido a ese elíptico hueso de tapir que se arroja al aire. Hueso que sube y sube y sube para poder caer desde lo más alto; pero sin el consuelo de ninguna formidable y milenaria elipsis hacia el mañana lejano. Y, cada vez más cerca de ser esquelético, Rodríguez piensa que en 2018 no hay futuro. Y que en 2001 –en el de Kubrick– él estaba y está y siempre estará mucho mejor que hoy y que mañana.