La historia dice que todo comenzó a mediados de los ‘70, en Ámsterdam, con unos anarquistas que, cansados de los embotellamientos en las angostas calles, ubicaron en distintas veredas una serie de bicicletas a libre disposición. La socialización del transporte fue una hermosa idea para un cuento pero no para la vida real: la mayoría de esos rodados fueron rotos o robados, y el proyecto se ahogó en el fondo de los canales amsterdameses.

Curiosamente fue en la capital holandesa donde décadas después se reformuló la idea del bicing, el sistema de bicis públicas que desplegó kilómetros de sendas por distintas ciudades europeas (con Bruselas también entre las pioneras, y Barcelona y París como ejemplos modélicos), hasta llegar a Buenos Aires. La importación porteña fue uno de los ejes que Mauricio Macri utilizó durante su campaña presidencial para dar muestra de una “gestión innovadora”.

La versión argenta fue inaugurada en 2010 con tres puestos manuales en un radio bastante pequeño (Facultad de Derecho, la Torre de los Ingleses y la Plaza de la Aduana) y con horario limitado, aunque al tiempo se aplicaron estaciones automáticas y disposición full time. Pero, a pesar de ser gratuito, el mecanismo se da de jeta contra el asfalto en otros aspectos.

Por empezar, las bicis son incómodos carromatos con manubrios angostos, sin cambios (en Europa suelen tener tres como estándar) y apliques que redundan en un excesivo laterío. El modelo lo creó, por pedido del gobierno porteño, la ciclista multicampeona Daniela Donadio, quien presentó propuestas con dos marcas distintas y explicó que los rodados son pesados para que tengan mayor duración. A la vez que aclaró que el color elegido no es amarillo -tal como salta a la vista- sino verde.

A eso se le suma una extraña aplicación urbana con bicisendas trazadas sobre zanjas, desniveles de bocas de tormenta, resabios de lomos de burro y otros obstáculos que obligan a los ciclistas a desviarse hacia la parte de la calzada por la que circulan los autos. Un ejemplo casi ridículo: en Virrey Liniers, pleno barrio de Boedo, la senda cambia bruscamente de un cordón al otro entre Belgrano y Venezuela, obligando a los que van desde el norte hacia el sur a tener que cruzar con el tránsito vehicular en contra porque resulta que sobre la traza original estaba el sanatorio Dupuytren. Eso pasa cuando los urbanistas tienen mucho mapa pero poca calle.

A pesar de que el sistema inaugurado como “Mejor en bici” y ahora llamado “Ecobici” acumula hoy 188 estaciones, 189 kilómetros de ciclovías y alrededor de 2500 rodados, el metabolismo cultural todavía va en tránsito lento. Conocidos son los entreveros de ciclistas, peatones y automovilistas por la pelea territorial de veredas, sendas y calles que todos sienten como propias pese a que son realmente pocos los que conocen las normas que regulan la circulación. Y muchos menos aún quienes las respetan.

Es normal ver autos estacionados en las ciclovías, gente a pie esperando donde circulan las bicicletas para cruzar, motos avanzando sobre la senda ciclista para ganar tiempo y bicis transitando incluso fuera de ellas como forma de evitar tanto obstáculo. La postal se completa con la triste ironía de los cartoneros circulando por las bicisendas con sus carros, ya que es allí donde el mismo gobierno porteño que trazó estas arterias exclusivas para bicis más tarde ubicó sobre ellas los contenedores de basura.

El delirio suma además un software creado para hacerle ahorrar tiempo a usuarios que, por usarlo, justamente lo terminan perdiendo: a veces la app indica como disponible una estación de bicis que en verdad no tiene ninguna. Y en otros casos sucede exactamente lo contrario, ya que se ven rodados aparcados pero el sistema no permite sacarlos. La ciudad de repente se convierte en una matrix de bicis pintadas de amarillo pero vendidas como verdes, donde las que se ven no se pueden usar y las que se pueden usar… no están.

Acaso consciente de todo esto, el gobierno porteño envió a la legislatura de la ciudad un proyecto para privatizar el sistema con el argumento de que ya había hablado de antemano con varias empresas extranjeras atentas. Entre ellas, la francesa Decaux, que explota el Velib parisino (aunque acaba de perder la concesión frente a una española). Aunque detrás del interés también figura el millonario negocio que viene apareado con la explotación de las bicis: la posibilidad de vender cartelería comercial en las estaciones.

El parlamento metropolitano aprobó la moción, pero cuando todo parecía circular sobre ruedas resultó que la oferente gala se retiró por un motivo insoslayable: el dólar pasó de 20 pesos a casi 30 y la inversión, dicen, se volvió inviable. Otro tiro en el pie para un gobierno que confunde lo público con lo estatal, y en el medio también lo funde.