Desde Ciudad de México

Hay vuelos invisibles, aviones que llegan sin que ningún cartel anuncie su aterrizaje. Son fantasmas que bajan del cielo repletos de mexicanos deportados. Los aviones norteamericanos del ICE Air (Servicio de Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de los Estados Unidos) suelen aterrizar tres veces por semana en el aeropuerto internacional de la capital mexicana  con ciudadanos mexicanos expulsados de Estados Unidos. Las escenas se repiten en una interminable danza de tristeza y asombro. La violencia de la deportación, a veces la alegría de reencontrarse con sus familias en el país natal, la incertidumbre de un futuro que pocas horas antes estaba del otro lado de la frontera. “Es una doble sensación”, explica Constantino Urtiaga apenas toca suelo mexicano. “Por un lado veré a mi madre y mis hermanos y a los amigos que dejé acá. Por el otro, todo lo que he construido en los Estados Unidos se cortó de golpe. Me sacaron como un perro”. 

Los deportados salen por una puerta que muy pocos conocen, la salida “N”. Del otro lado los esperan los trabajadores sociales o los grupos de ex migrantes que vivieron la misma experiencia y terminaron por agrupase para brindar ayuda a los recién llegados. La experiencias de los deportados son muy amargas. Algunos llevaban décadas viviendo en los Estados Unidos, muchos estaban “allá” desde chicos y para ellos México es un país prácticamente recóndito que los recibe con desconfianza. “El deportado lleva encima como una marca, como si estuviera infectado con la peste. Prácticamente toda mi familia se quedó en Estados Unidos. Me echaron a mi y acá no conozco a nadie”, cuenta Marta Ortega, deportada de Estados Unidos hace sólo unas semanas después de haber vivido ceca de 20 años en tierras norteamericanas. Una vez en México, el Estado no la respaldó, ni le brindó ninguna de esas ayudas con las que la dirigencia política se llena la boca. Sólo pudo contar con el respaldo de Deportados Brand, una pequeña empresa creada por deportados mexicanos que fabrica camisetas impresas para venderlas y con ese dinero ayudar a la gente expulsada. “Fuck Trump”  o “Todos somos puerta ‘N’”, son algunos de los lemas impresos en tazas y camisetas. 

Ana Laura López es una de las creadoras de ese pequeño milagro de la solidaridad. A ella también la deportaron y terminó en la calle vendiendo golosinas hasta que se unió a otro grupo que estaba en sus mismas condiciones. Juntos crearon Deportados Unidos y empezaron a imprimir camisetas. Como las vendían más que los dulces se dedicaron a eso con un préstamo que les otorgó el programa de Fomento al Autoempleo de la Secretaría del Trabajo y Previsión Social. “Lo curioso de esto es que vendamos más camisetas y tazas estampadas en Estados Unidos que en México”, aclara Ana Laura López. Las ganancias que obtienen con las camisetas y los otros productos estampados se dividen entre los miembros del colectivo y las ayudas para los recién llegados. “Hay que entender que esa gente llega sola, aterrizan en una ciudad totalmente desconocida donde ni siquiera saben cómo tomar el metro. Hasta carecen de valijas, traen todo en bolsas o redes rotas  y muchas, muchas, veces ni siquiera cuentan con documentos de identidad mexicanos. Sólo vienen con unos bolsos de plástico, sin dinero ni direcciones donde dormir”. 

De frontera a frontera. De infierno a infierno. “Fantasmas en un lado de la frontera y de nuevo fantasmas una vez de vuelves a México”, resume Fernando Gutiérrez, también expulsado y ayudado por Deportados Brand. Si Donald Trump puso el foco en la política migratoria, no hay que engañarse: el ex presidente Barack Obama fue quien empezó con las deportaciones masivas. Obama deportó más que ningún otro presidente norteamericano. Deportados Brand no nació con Trump sino con Obama. Ana Laura López fue expulsada por Obama (febrero de 2016) y ahora se ocupa de las víctimas de Trump a través de lo que se ha vuelto como “la marca de la deportación”, es decir, Deportados Brand. La mujer no siente rencores. Explica que a ella, antes de la expulsión, “Estados Unidos me permitió realizar lo que había soñado y que México no me dio”. Su historia encierra toda a secuencia dramática de la migración y la expulsión posterior. Es una suerte de concentrado de dos injusticias enormes: la de México y la de Estados Unidos. Atravesó la frontera en Tijuana escondida en un auto con el único propósito de buscar trabajo en Estados Unidos y ganar dinero para mantener a sus dos hijos, a los que dejó en México con su madre. De golpe todo se borró en un par de horas. Durante los 16 años que vivió en Chicago pudo aprender muchas cosas que le sirvieron para ganarse la vida dignamente. Pero el obamismo deportador rompió su sueño norteamericano. A la vida construida en Chicago se la tragó la deportación, junto a sus dos hijos hoy adolescentes que permanecen en los Estados Unidos. “Lo único que hizo Trump fue incrementar una situación que ya existía con Obama”, detalla Laura antes de recodar que durante sus dos mandatos Barack Obama deportó a cerca de tres millones de personas. La cifra superó todo lo que se había hecho en las últimas tres décadas. “Pero ahora es peor, porque es con saña, con venganza y desprecio público”, afirma Fernando Gutiérrez. Al igual que la gran mayoría de retornados por la fuerza, Ana Laura López piensa que por más maldad que haya en los gestos actuales, el problema no está en los gringos sino en México, “un país incapaz de ofrecer a sus ciudadanos una vida digna y seguridad. La migración es consecuencia de ello. Pero hoy el problema es doble. México tiene que tomar a su cargo a sus propios ciudadanos debido a la política migratoria de Trump”, asegura Jácome León, otro miembro de Deportados Band expulsado de Estados Unidos durante los primeros meses del mandato de Trump. León acude al aeropuerto para guiar a los recién llegados en los vuelos del ICE. “Tratamos de que no se sientan tan perdidos. Les prestamos teléfonos para que llamen a alguien, los acompañamos en el Metro si tienen alguna dirección porque esos mexicanos no tienen ni la más mínima idea de dónde están”. Cuando llegan a Ciudad de México atraviesan por enormes vicisitudes. Una de las más dura es la imposibilidad de encontrar un trabajo. Las empresas mexicanas desconfían de ellos porque sospechan que “los echaron de Estados Unidos por ser delincuentes”, señala León. Así es la vida del después. Soledad y discriminación al revés. 

Celia Anaya ofrece su mejor sonrisa cuando los deportados salen por la puerta N y les dice. “Bienvenidos a México”. Después de los controles de aduana en su país natal, la sonrisa de esta trabajadora social es lo primero amable que ven. Luego empezará la lucha. Esta tragedia se repite en todo el país. Si las imágenes de los niños separados de sus familias por Donald Trump y luego enjaulados impactaron al mundo, el tema no es nuevo y se declina en muchas variantes. Cifras adelantadas por el Seminario Migración Internacional Escuela y Familia de la Universidad Tecnológica de Monterrey, indican que más de medio millón de niños nacidos en Estados Unidos están en el corredor de la expulsión. Las escuelas  del norte de México llevan años integrando en sus instituciones a hijos de deportados que se fueron de Estados Unidos junto a sus padres. En Tijuana hay más de 30.000 estudiantes “extranjeros”, es decir, mexicanos que se fueron con sus padres de muy niños o hijos de mexicanos nacidos en Estados Unidos. Se tienen que amoldar a un sistema educativo desconocido y aprender un idioma que apenas pronuncian. Trump ha sido sólo el revelador de un mal que existe hace mucho y ante el cual gobierno y sociedad sólo miraron de reojo

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