¿Por qué se siente alguien llamado a escribir? Para apartarse, protegerse en la crisálida, disfrutar del rapto de soledad, a pesar de los deseos de los demás. Virginia Woolf tenía su habitación propia. Proust, sus ventanas cerradas. Marguerite Duras, su casa silenciosa. Dylan Thomas, su modesto cobertizo. Todos buscaban un vacío que empapar de palabras. Las palabras que penetrarán un territorio virgen, probarán combinaciones imposibles, articularán el infinito. Las palabras que formaron Lolita, El amante, Santa María de las Flores. 

   Hay pilas de cuadernos que delatan años de esfuerzos baldíos, euforia desinflada, un incesante paseo por los tablones del suelo. Debemos escribir, embarcándonos en una miríada de esfuerzos, como si domásemos un potrillo obstinado. Debemos escribir, pero con esfuerzos constantes y una pizca de sacrificio: para canalizar el futuro, para revivir la infancia y para poner las riendas a los disparates y los horrores de la imaginación con el fin de ofrecérselos a unos palpitantes lectores.

 Cuando todavía estaba en París, recibí una invitación de la hija de Albert Camus, Catherine, para que fuese a visitar la casa familiar del escritor en Lourmarin. Pocas veces voy a casa de la gente, pues, a pesar de la hospitalidad ofrecida, suelo experimentar una sensación de enclaustramiento o de presión imaginaria. Casi siempre prefiero el cómodo anonimato de un hotel. Pero en este caso acepté; era todo un honor para mí. En cuanto me despedí de Simone, regresé a París, cogí un tren hasta Aix-en-Provence y allí me recibió el asistente de Catherine, que me llevó en coche el trayecto de una hora que nos separaba de Lourmarin. Cualquier nerviosismo que pudiera sentir se disipó ante la amabilidad del empleado y la calurosa bienvenida que me dieron todos.

 El antiguo caserío, en el que en tiempos criaban gusanos de seda, había sido adquirido con el dinero del Premio Nobel de Camus, para que les sirviera de segunda residencia fuera de París. Llevaron mi pequeña maleta a la habitación que en origen pertenecía al propio Camus. En cuanto miré por la ventana, me resultó fácil saber qué lo había llevado hasta allí. El sol desnudo, el olivar, los retazos de tierra seca moteados por grupitos de flores silvestres amarillas, todo era similar al entorno natural de su Argelia natal. 

 Su habitación era su santuario. Allí era donde había trabajado en su obra maestra inacabada, El primer hombre, para desenterrar a sus ancestros, reclamar su génesis personal. Escribía sin interrupciones, detrás de la pesada puerta de madera, con la talla de dos grifos gemelos que sujetan una corona. No me costaba imaginarme a una joven Catherine repasando las alas de los grifos con el dedo, deseando con fervor que su padre la abriera.

 Yo tenía catorce años cuando Camus perdió la vida en un nefasto accidente de coche. En las noticias posteriores salieron imágenes de sus hijos y una descripción de su maleta, que encontraron en un campo bajo la lluvia junto a la escena y que contenía su último manuscrito. Ocupar, aunque fuese por poco tiempo, la habitación en la que había escrito esa obra era una lección de humildad.

 Amueblada con modestia, presentaba varias estanterías abarrotadas con una selección de sus libros. Un pack en tres volúmenes de Diarios de Eugène Delacroix. Cartas de Gauguin. La vida de Mahoma. Le viol des foules, la escalofriante opinión de Serguéi Chajotin sobre el abuso de las masas a través de la propaganda política. Antes de bajar las escaleras, donde Camus descansa en paz junto a su esposa, con el nombre algo erosionado, como si la naturaleza hubiese escrito su propia historia.

 Catherine nos preparó la comida y una infusión de color violáceo, un remedio medi.cinal para la tos crónica. La conversación era plácida y natural, sin un momento de incomodidad siquiera. Después, me reuní con la hija de Catherine para dar un largo paseo con los perros por los campos colindantes. Hablamos de los árboles, los identificamos: cipreses, abetos, pinos, olivos jóvenes, higueras, cerezos cargados de fruta y un imponente cedro del Líbano. Ellarecogió unas cerezas mientras los perros se divertían correteando felices por delante. Hacia el final de nuestro paseo, me pasó un tallo esbelto coronado por unas diminutas flores amarillas, un ramillete silvestre con una suave fragancia.

 Se llama immortelle, me dijo.

 Cuando regresamos, el asistente de Catherine me condujo al despacho de la planta inferior, donde trabajan y realizan las obligaciones oficiales. Era modesto y presentaba un ambiente de tranquila productividad. El ayudante me preguntó si me gustaría ver el manuscrito; me quedé tan anonadada que apenas logré contestarle.

 Me pidieron que me lavase las manos, cosa que hice con cierta solemnidad.

 La hija de Camus entró y colocó el manuscrito de El primer hombre en el escritorio, ante mí. Luego fue a sentarse en una silla con el fin de dejar la distancia suficiente para que yo pudiera sentirme a solas con el documento.

 Durante la siguiente hora tuve el privilegio de examinar el manuscrito completo página por página. Estaba escrito de su puño y letra, cada una de las páginas daba la sensación de unidad inquebrantable con el tema. Era imposible no dar las gracias a los dioses por proporcionar a Camus una pluma sincera y sensata.

 Pasaba las páginas con sumo cuidado, maravillándome ante la belleza estética de cada una de las hojas. Las primeras cien páginas con marcas de agua tenían el nombre de Albert Camus grabado en el lateral izquierdo; las restantes no estaban personalizadas, como si se hubiese cansado de ver su propio nombre. Había marcado algunas páginas con su segura forma de señalar, había revisado a conciencia ciertas líneas y algunos fragmentos estaban tachados por completo. Se percibía una concentración extrema en la tarea y el corazón acelerado que había animado las últimas palabras del párrafo final, el último que escribiría.

 Me sentí en deuda con Catherine por permitirme analizar el manuscrito de su padre, pletórica por poder abrazar este tiempo tan preciado, sin desear nada más. Pero, poco a poco, detecté un cambio en mi concentración, algo muy propio de mí. Esa compulsión que me prohíbe rendirme por completo ante una obra de arte, que me aparta de las salas de un museo predilecto para dirigirme a la mesa en la que escribo los borradores. Esa pulsión que me apremia a cerrar Canciones de inocencia con tal de experimentar, como Blake, un atisbo de lo divino que también puede convertirse en poema.

 Ese es el poder decisivo de una obra singular: una llamada a la acción. Y yo, una y otra vez, me lleno del orgullo desmedido de creer que puedo responder a esa llamada. 

 Las palabras que tenía ante mí eran elegantes, despiadadas.

 Me vibraban las manos. Imbuida de confianza, sentí la urgencia de levantarme de un brinco, subir las escaleras, cerrar la pesada puerta que había sido de Camus, sentarme delante de mi propio taco de folios y empezar mi propio principio. Un acto de sacrilegio inocente. 

 Apoyé las yemas de los dedos en la última página. Catherine y yo nos miramos la una a la otra sin decir ni una palabra. Le entregué el manuscrito, guardando la clase de rencor reservado para el final de una relación. Me levanté de la silla, con la infusión violeta sin acabar y ya fría, el immortelle olvidado.

 Mientras deambulo por la aldea, me imagino a Camus levantándose de su escritorio, dejando a un lado su tarea a regañadientes. Observado por el fantasma de una chica, baja la escalera, sigue la misma ruta, deja atrás la torre del reloj con la inscripción en latín: “Las horas que pasan nos devoran”. Camina por esas mismas callejuelas de adoquines, se sienta como siempre en el Café de l’Ormeau. Enciende un cigarrillo y toma un café, rodeado del murmullo del pueblo. A lo lejos, los campos de lavanda, almendros, el azul cielo argelino. Sin poder evitarlo, su mente se aparta del estímulo de una conversación cordial para volver a su santuario, a cierta frase que todavía tiene que resolverse. 

 Las cosas se mueven a cámara lenta. Llevo el cabo de un lápiz en el bolsillo.    

 ¿Cuál es la tarea? Componer una obra que comunique en distintos niveles, como en una parábola, desprovista de la mancha del ingenio.

 ¿Cuál es el sueño? Escribir algo bueno, que sea mejor de lo que soy yo, algo que justificaría mis intentos e indiscreciones. Ofrecer alguna prueba, a través de un barullo de palabras, de que Dios existe.

 ¿Por qué escribo? Mi dedo, como un lápiz óptico, traza la pregunta en el aire vacío. Un acertijo familiar que me he planteado desde la juventud, algo que me privaba del juego, de los amigos y del valle del amor, presa de las palabras, siempre un poco desplazada.

 ¿Por qué escribimos? Irrumpe un coro.

 Porque no podemos limitarnos a vivir.