Si hoy nos vamos la tormenta más inclemente que se haya visto se llevará puestos a los jugadores, al cuerpo técnico, a más de un dirigente, a la percepción de una generación, a las ilusiones de los que cruzaron el mundo, a los que creíamos que alguna vez íbamos a ser nosotros, a la idolatría de un montón de pibes, a la desmitificación necesaria de gestas sobre las que cada día cargamos más sentidos, a tipos valiosos, a hombres despreciables, a los idealistas, a los narcisistas, a los elefantes que pasan por detrás de todo esto, a los abrazos con los viejos en los goles y a la inocente y valiosa idea de ir todos juntos a algún lugar. Si nos vamos mañana no habrá consuelo.

Si hoy nos vamos todos esos ojos que están acá, en San Petersburgo, agitando con sus voces las ventanas del hotel en el que concentra la Selección, se cerrarán como un capítulo final y aceptarán que soñar es para otros, más ordenados, más correctos, más perfectos, menos nosotros. Si mañana no le ganamos a Nigeria seremos menos en Qatar y, al cabo, realmente seremos menos en todo sentido. También, con total hipocresía, simularemos reconstrucciones que nos son tan ajenas como las características de esos que siempre terminan bien en los mundiales.

Si hoy nos vamos impondremos el punto final de una generación de muchachos que han venido por y para la camiseta, con aciertos y con errores, pero siempre ahí, al pie de un nuevo intento. Si todo eso ocurre, no es noticia, diremos que no han ganado nada y le contaremos a nuestros hijos que sólo sirve el campeón. ¿O vos, pipi, querés ser el primero de los perdedores? Sin darnos cuenta, haremos a esta brecha -de simulada vida o muerte- más grande y cargaremos de piedras a todas las mochilas de los que vengan.

Si hoy nos vamos Lionel Messi será nuestro estigma y nuestro karma y sus ¿500? ¿600? ¿1000? goles no servirán para nada. Si no nos da lo que creemos que nos debe le diremos otredad y sentiremos que todos sus momentos felices fueron los momentos felices de los turistas de Barcelona o de los catalanes que andá a saber. Si perdemos por fin y lo mandamos al lugar que se nos antoje, los malos de nuestro fútbol seguirán siendo malos pero con un traje distinto, el de superhéroes que nos vienen a rescatar de este infierno y cuyo cielo, sepa, tendrá forma de empresa de la pelota. Necesitamos cambiar, comentarán.

Si hoy nos vamos las hienas atronarán para terminar de despedazar a los cadáveres antes de que salga el sol. El teléfono de Ricardo Caruso Lombardi sonará sin parar y lo veremos hasta debajo del plato de la sopa. Esa “gente que no” dirá que aquí se trata de darle al público lo que el público quiere y que eso es in-for-ma-ción. Porque, disertarán mirando a cámara, nada les gustaría más a ellos que contar triunfos, porque ellos son hinchas de la Selección y a su vez ganan plata si a la Selección va bien. ¿Yo, señor? No, señor. Al final, avivarán un fuego en el que sólo ellos se sentirán cómodos y en el que cualquier voz que quiera pensar antes de gritar será silenciada.

Si hoy nos vamos comenzarán a sacar número los posibles sucesores de Sampaoli. En esas pujas, se sabe, no hay inocentes. El ida y vuelta con los productores mediáticos de todas las índoles tomará potencias difíciles de pronosticar. Y aunque los que puedan aparecer al principio de todas listas no necesiten treta, tendrán que usarlas. Así es este mundillo, que con el nuevo rey puesto, seguirá teniendo las mismas inferiores flacas, los mismos formadores ausentes y los mismos representantes babeantes de interés.

Si hoy nos vamos el mundo parecerá tétrico y si no nos vamos, no. Si logramos recomponer de alguna manera a ese equipo previsible y flaco de fútbol y seguimos adelante, todas esas imposturas sobre la realidad del fútbol argentino quedarán demoradas. Diremos que tal gestión al final enderezó el barco. Compraremos una alfombra gigante bajo la que tirar otra vez todos nuestros problemas, porque, escucharemos, al final los jugadores pudieron demostrar de qué están hechos. Nos mentiremos con descaro y podrán dinamitar cualquier calesita detrás de ese humo imparable que no nos daremos cuenta. Si le ganamos a Nigeria seguiremos viviendo entre la mierda de un campeonato malo y cada día más desigual, con hinchas convertidos en consumidores adherentes de los que robar sus bolsillos y con los mismos barras y los mismos viejos mafiosos a la vuelta de la esquina. Si esta generación aparece y nos salva, la rosca asquerosa de los representantes, los dirigentes y los cronistas seguirá siendo algo con lo que mancharse los codos al pasar. Si Messi nos salva, probablemente el próximo Messi la tenga todavía más difícil. Si todo eso pasa, sin embargo, aquí estaremos, encendiendo el fuego de nuestras almas en una noche blanca e inolvidable en San Petersburgo. Y ahí, entre los abrazos de los que se pensaban muertos y entre las miradas nobles de los que siguen adelante con los que más quieren, ahí en el medio de todo eso, seguirá habiendo unos pocos, unos poquitos tipos, que no se habrán creído el cuento. Que igual que otros tantos estarán revoleando su camiseta, pero pensando, siempre pensando, que aunque nos quedemos necesitamos actuar como si no hubiese habido mañana. Como si al final nos hubiéramos ido todos tristes a casa.