Nadie que se puede apreciar de buen viajero puede jactarse de tal si se cree que descubre el transporte de cualquier ciudad del mundo en menos de un mes. El barrio, Arbat, donde está la habitación en la que hay menos lugar del que debería por el precio que nos cobraron, queda a seis cuadras de una de las 212 estaciones del tercer metro más grande del mundo (detrás del de Londres y Nueva York). Durante toda la estadía en Moscú estuvimos convencidos que saber combinar con la estación Smolenskaya, y con la ayuda del Google Maps, nos servía para hacernos conocer la capital rusa. Todo hasta hoy, que conocimos el conurbano moscovita.  

Después de movernos únicamente en el centro y sus periferias, hoy la noche, y con la invitación de Ariel a cenar por ‘su barrio’, el Bélgica-Inglaterra fue el evento que nos hizo juntarnos con Matías y Pablo. Seis en un restaurante japonés que no solo sorprendió por su buena comida, sino por su precio. SIn dudas, el mejor precio/calidad de nuestros más de quince días en Rusia. Ahí terminamos de confirmar que estábamos en el conurbano de ellos. Un conurbano que tiene puntos de conexión bastantes fuertes con nuestro conurbano bonaerense. Es que para llegar al distrito de Yasenevo tuvimos que combinar tres metros y tardar más de cincuenta minutos de viaje. Más casi quince cuadras de caminata. Bien profundo.

Con Matías tomamos el Metro en la línea roja que está detrás de la Plaza Roja. Un punto neurálgico de la ciudad. Eran las 20.30 de un día que parecía tener un reloj que tenía las agujas programadas para sumar segundos y no para descontarlos luego de pasar la noche arriba del tren que nos trajo desde San Petersburgo. Ahí nos subimos a la línea roja, la 1. Y Matías, con sus revoluciones a mil como siempre, tiró el primer “se viene el conurbano”. Lo miré y no le di pelota porque Bollo suele de hacer ese tipo de exclamaciones sin sentido alguno. Pero tenía razón, se venía un viaje eterno. Después de esperar, y vivenciar una escena completamente trasladable a la línea C nuestra destino Constitución a las 17.30. Ahí vimos por primera vez, gente que dejaba pasar el metro porque no entraba. Nunca visto, en quince días, el problema se solucionaba cuando cuarenta segundos después de que el metro perdido se iba de la estación llegaba el otro para volver a la normalidad.

 Bajamos de la 1 y combinamos con la 5, la línea que va de manera circular para unir las líneas unas con otras. Un señor de nombre Andrei nos cuenta la leyenda urbana de que en 1943, en medio de la Segunda Guerra Mundial, Iosif Stálin apoyó una taza de café por sobre los planos del Metro de Moscú y que por esa razón el color de la primera línea circular de todo el metro es marrón. Quizás era solo una leyenda del conurbano. Pero nosotros elegimos creer. Una vez subidos a la línea marrón, y ya con el viaje de San Petersburgo pasando factura, hicimos un par de estaciones para abordar la última escala: la línea 6. Esa era la que finalmente nos alejaba de todo lo conocido para mostrarnos la otra cara moscovita. La que se parecía, por fin, a una parte de Buenos Aires. Los edificios tipo monoblocks asemejaban el paisaje al de Lugano, que uno ve cuando va por la autopista.

Bajamos en Yasenevo, después de treinta minutos de viaje, y en la salida nos esperaba Ariel, con su barba característica y sus consejos de “cuidado que esto no es el centro”. Uno de los pocos consejos recibidos fue que mientras más lejos estes de los anillos que se dibujan en el mapa del Metro, más cuidado hay que tener. La gente que se bajaba ahí parecía tener la misma vida que la que toma el tren en cualquier terminal para llegar a Capital a trabajar. De casa al trabajo y del trabajo a casa. Tan monótono como cierto lo que uno observa en esas situaciones de la ya noche moscovita. Pero el viaje a lo profundo del conurbano nos hizo caminar casi dos kilómetros para descubrir algunas escenas que si las pasábamos en un noticiero argentino pasaban como propias. La gente haciendo filas que daban vuelta a la esquina y desesperación por volver a casa. Es que en unas horas había que hacer el camino inverso. Conurbano puro y ruso. Llegamos al restaurant de comida japonesa que era el único que estaba abierto y comimos bien. Pero rápido. Porque ya era tarde y nos cerraba el Metro, nuestra única manera de volver al centro lleno de turistas e hinchas del Mundial. Porque en el conurbano moscovita, el clima del Mundial parece aparecer solo cuando juega Rusia.

Del trabajo a la casa.