En 1978, con el abuelo Lázaro mirábamos el Mundial; él estaba en su amplio sillón y me decía que lo importante era que no se dieran patadas. Ese año, Polonia y Alemania inauguraron el evento deportivo en Buenos Aires y Abelardo Castillo escribió en la contratapa del diario La Opinión que los padres de esos jugadores se mataron entre sí en tierras de Europa durante la Segunda Guerra Mundial. Daniel Passarella levantó la Copa después de la final con Holanda, partido que vi en la casa paterna de la artista plástica Alicia Volodarski, en El Palomar. Después nos fuimos al centro y festejamos; estábamos en Callao y Corrientes y escuchamos los gritos un poco desencajados, un poco sin conexión, luego de dos años de silencio, represión y estado de sitio, burlados en esa noche fresca e intratable para que los patrulleros salieran del espacio de los cuerpos por miedo y asombro. 

Mi abuelo era de Bialistok, Polonia, y toda su familia fue exterminada por los nazis. El me contaba sobre su hermana menor y mi abuela Sofía, que sólo escribía en idish y apenas algunas palabras en castellano. Llegaron al país en 1931. El abuelo fue obrero textil en una fábrica de San Martín y luego se jubiló. La revista literaria El Ornitorrinco, que en ese entonces dirigía Castillo, publicó una de las primeras solicitadas de las Madres pidiendo por la Aparición con Vida de sus hijas e hijos. Alicia juntaba firmas por los escritores detenidos desaparecidos, en especial por nuestros tres compañeros que integraron el taller literario de Mario Jorge De Lellis: María Elena San Martín de Valetti, Marcelo Valetti y Claudio Ostrej. 

El abuelo merendaba en una pequeña cocina de una gran casa en Villa del Parque y leía el periódico en idish Di Presse y la abuela Sofía se fijaba en el diario los apellidos de la cole que eran víctimas de accidentes de tráfico o de avión. Un día le pregunté por qué lo hacía y me dijo con su tono pausado: “Somos pocos”. Lo mismo ocurrió cuando hablaban de los jerarcas del genocidio aquí o allá y yo señalaba los nombres y cargos, la abuela decía: “Son todos de lo mismo”. 

Y así llegó el Mundial del ‘82, el abuelo seguía trabajando, veía los noticieros y se juntaba con una barra de amigos a charlar en idish sobre la vieja Europa, sobre lo que habían dejado atrás y también de la alegría que les daban sus hijos y sus nietos. Siempre venía Rebeca con sus pelos en forma de torta erigiéndose sobre su cabeza y me apretaba los cachetes hasta que yo la apartaba con un gesto de fastidio. Con unos amigos que vendíamos libros a crédito nos juntábamos en los bares del centro y vimos siempre con la amargura del invierno en Buenos Aires cómo la selección de fútbol no daba pie con bola en ese Mundial, más atravesado por la guerra de Malvinas que por lo que hacían los muchachos en el estadio Sarriá de Barcelona. 

En ese entonces, yo comencé a envejecer. Nunca más miré fútbol hasta que Diego hizo el gol del barrilete cósmico al equipo inglés, el gol que nadie se atreverá a repetir. En ese Mundial del ‘86, Diego levantó la copa y yo brindé por ellos, por todo lo que dejaron en la cancha y en la vida. 

Cuando era chico mi abuelo me llevaba a ver los trenes y ahora entiendo que lo que llevaban para mí no era lo mismo que para él.