Desde Moscú

El Metro de Moscú debería llamarse KilóMetro. Para hacer una triple combinación se recorren gigantescas distancias que incluyen interminables pasillos y escaleras que suben y bajan del cielo al infierno, no siempre mecánicas, y encima hay que buscar estaciones mellizas para no pifiar el itinerario. Se tarda mucho, naturalmente, para la aeróbica recorrida de un costado de la ciudad a otro, y por eso cuando se programa para el día la visita a un museo y después a otro, antes de ir para el estadio, queda claro que el hombre propone y Moscú dispone y no siempre te deja. Pero las recompensas por los esfuerzos terminan siendo fenomenales.

Veamos. Museo de la Segunda Guerra Mundial. Construido en 1985, inaugurado en pleno Mundial de México, en el ‘86. Extraordinario. Imperdible. Se baja uno del Metro y ahí se ve a lo lejos (la palabra lejos, en ruso dalekó, siempre acompaña y nunca el antónimo blisko) un obelisco altísimo. La altura tiene sentido, son exactamente 141,8 metros que representan los 1481 días que duró la Segunda Guerra. La caminata se hace con el repiqueteo de fondo de la cercana Iglesia San Jorge, que se corta puntualmente a las l2 del mediodía. La entrada cuesta 400 rublos, que vienen a ser 7 dólares, Una bicoca, como se verá. El edificio es amplio, como no podía ser de otra manera a la entrada hay un guardarropas con miles de perchas, dos o tres salones vidriados de ventas de recuerdos y un poco más adelante empieza la verduski: las vitrinas con pistolas, ametralladoras, uniformes, botines de guerra, posters, condecoraciones, recortes de diarios, minidocumentales, a cada paso y las infaltables líneas de tiempo, en inglés y en ruso. Todo  sorprende hasta que se  atraviesa una puerta lateral y aparece ante los ojos, que pasan de la sorpresa al encandilamiento, una pintura circular de fondo de Berlín, la puerta de Brandenburgo, el edificio del comando del Tercer Reich, y en primer plano, haciendo más real la pintura de atrás, auténticos tanques, árboles caídos, trozos de mampostería, balas de cañón, maniquíes de soldados alemanes en su última defensa. Las tres dimensiones  permiten ser testigos históricos de la toma de Berlín (entre el 16 de abril y el 2 de mayo de 1945) por parte de los soviéticos. El sonido de las metrallas y las bombas hace más verosímil aun la instalación. El visitante podría quedarse mucho tiempo admirando cada uno de los múltiples detalles del maravilloso collage. 

Pero hay más, porque en un salón contiguo la misma técnica se usa para representar la heroica defensa de San Petersburgo, asediada durante 900 días por los nazis, y en el siguiente se ve la tremenda batalla de Stalingrado y en otro salón  el visitante puede caminar entre los elementos simbólicos de todos los enfrentamientos. Una guía del museo advierte que en cinco minutos más va a comenzar la proyección de una película. Es en el llamado Salón de la Gloria, en el que se distingue antes que nada una escultura de tres metros de alto del Soldado de la Victoria. En los laterales, sobre unas placas lisas, los nombres de 1500 héroes de guerra. De pronto se apagan las luces y empieza un clip que mezcla luces que caen desde la alta cúpula como bombas, imágenes documentales superpuestas, fuegos de artificio virtuales enmarcados todo con la acústica de los aviones y los tanques. Es la maravilla de la técnica y no el horror de la guerra lo que aplauden los visitantes diez minutos después de iniciada la proyección. Cartón lleno con un museo que jamás olvidaremos. Hay que ir al estadio. El Mundial sigue aunque Argentina ya no esté más.