Un hombre camina en traje de baño de diseño escocés, en cueros y en patas, en plena zona céntrica de la ciudad de Montevideo. Nadie parece notar su particular compostura, la extranjería del atuendo, la seguridad del paso a pesar de lo excepcional de la circunstancia. En realidad, a lo largo de los poco menos de noventa minutos de proyección de Las olas –el nuevo largometraje del argentino-uruguayo Adrián Biniez, que tendrá su estreno de este lado del Río de la Plata el próximo jueves– Alfonso nunca abandonará la mallita como vestimenta oficial, con la notable excepción de una instancia temprana, al comienzo mismo de la aventura, única ocasión en la cual puede vérselo de pantalón largo, camisa y morral recorriendo vinerías y tiendas de bebidas espirituosas, quizás porque su profesión es la de vendedor de licores finos o por alguna otra razón que la película nunca explicitará. Luego de subirse a la bici y pedalear hasta la costa, Alfonso se sumergirá por primera (pero no por última) vez en las aguas de ese río que se roza con el mar y el elemento acuoso será, al mismo tiempo, aparato teletransportador y máquina del tiempo. O bien una metáfora de las líneas temporales y geográficas que unen los recuerdos, las fantasías y los deseos del más inopinado héroe. Lejos del registro naturalista de Gigante y El 5 de Talleres, los dos films previos del realizador, Las olas se propone como un buceo onírico, tal vez algo fantástico, definitivamente extravagante, por las avenidas y callejones de la mente y el espíritu del protagonista, interpretado por un Alfonso Tort que, con este singular papel, se consagra definitivamente como el actor cinematográfico uruguayo de su generación. Es su rostro el que impide que el reflejo de lo inverosímil empape los primeros tramos de cualquier matiz ridículo; son sus reacciones, siempre creíbles, las que le dan luz verde a la posibilidad de que ese cuerpo de un hombre de cuarenta y algo de años sea un realidad un chico de diez o doce; es su cualidad risueña y sobria en igual medida la que permite que el viaje introspectivo de Alfonso se aleje del simple capricho o la fantochada. Aunque, desde luego, eso es también responsabilidad del guion y la dirección de Biniez, quien se adentra en la historia como quien ingresa a un parque de diversiones dispuesto a hacer uso de todas y cada una de las atracciones, pero sin olvidarse de todo aquello que las rodea: el suelo, el cielo, el operador del juego, el vendedor de globos y el espectador, que desde la superficie observa como el brazo mecánico se alza hasta el firmamento hasta hacerse diminuto, casi invisible.

“Quería hacer algo completamente diferente a El 5 de Talleres y a Gigante”, afirma Adrián Biniez desde Uruguay, donde se mudó hace unos catorce años luego de vivir otros treinta en su terruño, Remedios de Escalada, en Lanús, y en la ciudad de Buenos Aires. “Creo que tiene que ver con los gustos cinematográficos e incluso con los literarios. Soy bastante ecléctico y me di cuenta de que nunca había investigado otro tipo de lugares. Andaba con ganas de hacer algo episódico, anti realista, con cambios de tono. De jugar con la idea de que nunca quede claro si la narración es un viaje en el tiempo, si son sueños, una duermevela, recuerdos. Es una zona que me fascina y con la cual nunca había experimentado”. Luego de la evocativa secuencia de animación que enmarca la presentación de los roles artísticos y técnicos llega el primero de los separadores de los episodios. La forma es y será en lo sucesivo la misma: el título, con letras amarillas sobre fondo negro, de un destacado exponente de la literatura mundial, de esos que suelen englobarse bajo la categoría “infantil y juvenil” o “de aventuras”. Esa placa que reza La isla misteriosa le hace lugar a una breve caminata por la playa, una secuencia rodada en algún lugar de la costa este uruguaya (“Filmamos en los departamentos de Rocha, Canelones, Maldonado y Montevideo”, aclara el director). “Llegué”, dice en voz alta y clara el viajero recién salido del mar, aunque en esa típica casa de veraneo no hay nadie a la vista. Ni siquiera la persona que, hace unos instantes nomás, le acaba de pedir por mensaje de texto que suba, que necesita las cosas que están en el bolsito, los pañales, porque la nena se acaba de hacer caca encima. “Eso de los títulos tiene que ver con la colección Robin Hood, que siempre me fascinó. Es como el primer amor: el mundo de Verne, de Salgari, de Stevenson. Y el tema del mar, que también se relaciona con las aventuras marítimas del siglo XIX. Nunca coleccioné esos libros, pero a los ocho años me hice socio de la biblioteca Alberdi, en Remedios de Escalada, y empecé a sacar libros y a leer un montón. Durante la realización de Las olas, incluso antes de saber qué libros iba a citar, siempre tuve en claro que La vuelta al mundo en ochenta días iba a ser importante, porque fue el primer texto que saqué de la biblioteca, en 1984. Y pasó algo medio azaroso, que es que el último párrafo del libro –que también cierra la película– le aporta un sentido especial a la historia”.

LA EDUCACIÓN SENTIMENTAL

Biniez no duda al afirmar que la película es pura ficción. Que a pesar de algún que otro detalle menor e incluso intrascendente no se trata de una obra autobiográfica. La tentación del espectador, sin embargo, persiste, quizás por una tendencia a ver en los protagonistas de cualquier film introspectivo las huellas de las pisadas de su creador. “Es la menos autobiográfica de todas mis películas, aunque parezca todo lo contrario”. La culpa quizás sea exclusivamente de Fellini. “No tenemos más pacto”, le dice a Alfonso un hombre apenas un poco mayor que él. A pesar de esa cercanía en las edades biológicas se trata de su padre, bastante enojado luego de un escape y desaparición típicos de la infancia. Cerca de la playa, la madre prepara un sanguchito de jamón y queso mientras Alfonso lee una historieta, de la línea D’Artagnan o Nippur. Más tarde el pequeño intentará pasar de contrabando el ingenio verbal como precocidad, como una forma de llamar la atención, secuencia coronada por un dibujo sobre la arena que destrona definitivamente la procacidad infantil, una lección picaresca sin moraleja a la vista. Y ahí, de pronto, aparece la silueta de algo claro: el viaje, que no es de crecimiento en un sentido estricto y mucho menos del orden de lo cronológico, es eminentemente masculino. “Absolutamente. Por momentos, incluso lo veo como una especie de educación sentimental masculina. Es algo que fui descubriendo, porque no estaba presente desde el principio, pero a medida que iba escribiendo e incluso durante los ensayos y el rodaje, eso se fue esclareciendo. Y ahí vuelvo sobre el cierre del libro de Verne. ¿Para qué vale la pena dar la vuelta al mundo? El orden definitivo de las secuencias terminó definiéndose durante el montaje y cuando se sumó Alejo Moguillansky a la edición tomó su forma final. Ahí también es donde aparecen algunas influencias. Creo que la más importante es la miniserie de Raúl Ruiz Manoel dans l’île des merveilles, de 1984. Ruiz me fascina como cineasta, como personaje. También siento que el cine de Luc Moullet fue importante, ahí está toda esa zona de burlesque, de comedia extraña, que siempre me gustó. O cierto Rivette, el de Celine y Julie, el de los viajes, el más humorístico”.

El segmento adolescente, el que dispara la mayor cantidad de “ta” y “bo” por minuto, también anticipa aquello de la enseñanza sentimental, que llegará más tarde en otra visita a la niñez y a la juventud temprana, en la sugestiva actitud de la madre de un amigo y en la superposición en el mismo plano de dos tiempos (y dos carpas) ocupadas por sendas novias. Sin ser una comedia en todo derecho, Las olas es dueña de un gran sentido del humor e incluso dispara aquí y allá una serie de gags visuales, pero para algunos espectadores el tono nostálgico no abandonará nunca el relato. ¿Acaso la vida de Alfonso ya tuvo sus picos máximos, sus momentos de mayor alegría y excitación, aquellos chispazos de belleza y felicidad que ahora parecen más difíciles de encontrar? “No sé, ¿te parece?”, se sorprende un poco Biniez. “Debe ser la edad, por ahí a mí me pasa un poco lo mismo. Sinceramente no sé si esa era la idea de la película, pero está tan centrada en el pasado que tal vez termine dando esa impresión, porque el tiempo presente es mínimo. Es una lectura válida, en parte porque el personaje es de mediana edad. Es una historia que no se me hubiera ocurrido antes. Ahora que lo pienso, hay algo interesante: hay una cosa que los griegos llamaban nostos, que se relaciona con el típico relato del héroe que vuelve desde el mar, como Ulises. Y la palabra nostalgia viene de ahí, la inventó un médico suizo en el siglo XVII. Quizás sea un delirio, pero justo coincide con el tema del mar en la película y con la idea de que puede interpretarse como algo nostálgica. La cosa de la edad, el viejazo, ¿no?”

LOS VIAJES DE LA MEMORIA

“Lo loco es que las mallas se fueron alargando desde los años 80 hasta ahora. Se fueron haciendo cada vez más largas”. Lo que dice Biniez no sólo es cierto, sino que es uno de los pocos elementos que logran emplazar visualmente al espectador en la época en la que transcurren las diferentes parcelas del relato. Eso y algún teléfono celular que hoy puede parecer una pieza de museo o ese discman que se pasea orgulloso delante de la cámara, como si fuera el último grito tecnológico. “De todas formas, nunca fue importante que el período fuera absolutamente claro para el espectador. No era la idea”. Alfonso Tort, uno de los protagonistas de 25 watts, film seminal del cine uruguayo contemporáneo, es amigo personal de Biniez y tuvo una participación importante en El 5 de Talleres. El particular rol de Alfonso, ya que es uno y muchos personajes al mismo tiempo, siempre en constante mutación, fue escrito especialmente para Tort. “Desde el vamos escribí el guion con él en la cabeza, por lo que muchas cosas gestuales o ligadas a la forma de hablar ya las tenía muy presentes. El planteo de base fue que no actuara las edades, que fueran las líneas de diálogo, los demás personajes y el mismo contexto los que definieran en gran medida la cosa. Sí laburamos un poco la idea de que en ciertas escenas él debía ser dueño de cierto distanciamiento, algo momentáneo, para después meterse de lleno en la escena. Como un observador que de golpe deja la pasividad. Pudimos experimentar bastante porque el equipo de rodaje era reducido, de unas ocho o diez personas, lo cual nos permitió probar y volver a probar. En un momento habíamos pensado que un par de segmentos tenían relación con la vieja comedia slapstick del período mudo y otra estaba más ligada a la comedia screwball de los años 30, pero finalmente dejamos eso de lado porque nos parecía que lo mejor era que la película tuviera una forma más pareja, más uniforme. Quedaron resabios, como el uso del iris que se cierra sobre el personaje en un par de momentos”. Antes de que Alfonso llegue al capítulo final, que de ninguna manera puede ser interpretado como un cierre, habrá conversado con su expareja (Julieta Zylberberg) acerca de las razones de su separación, habrá sido testigo de una típica borrachera adolescente de media tarde e incluso se habrá enfrentado al terrible Kaluma, el chico más temido del barrio. Como en todo viaje con algo de iniciático –y los viajes de la memoria y la imaginación sin dudas lo son– el héroe surgirá por última vez del agua en un estado renovado, quizás con la satisfacción de haber cumplido la misión, por más simple que esta parezca. Julio Verne tenía razón.