Ya en el camino al estadio la sensación que había en el aire es que el clima iba a ser diametralmente opuesto al que se vivió en San Petersburgo. La vibra era otra. Los nervios que mostraban los hinchas ingleses y croatas eran típicos de una instancia que los tenía a un partido de llegar al gran partido. Al evento deportivo con el que todo ser que pateó una pelota alguna vez desea vivir: la final del mundo. Por eso cuando en la pantalla de Luzhniki, como en cada partido, la FIFA informaba que 78.011 personas pagaron su entrada para colmar cada asiento disponible inmediatamente pensé en él. Pensé en él porque sabía que estaba por vivir algo que lo iba a hacer verse reflejado. El fútbol y su vida. Una vez más.

Sentado en esas butacas rojas que están copadas por ingleses de un lado y por croatas del otro, él está mezclado entre la gente y se siente bien de estar solo. Porque este hombre, del que no interesa conocer su nombre pero sí su historia, viene luchando hace más de un año con una depresión que lo tiene en un subibaja de emociones tan opuesto que lo preocupa. Porque ese hombre que está preparado para mirar el partido con su botella de agua y su vaso conmemorativo del partido sabe que está a punto de ver a dos equipos opuestos en todo sentido. De un lado el pragmatismo de una Inglaterra, que es el más equipo de las selecciones que estuvieron en Rusia, y del otro lado, su favorita, Croacia. Pero este pibe que recién pasó la barrera de los treinta (y que es real) no elige en este partido a los dirigidos por Zlatko Dalic por su juego, sino porque son un equipo que define su rendimiento en base a su estado de ánimo. Croacia es una máquina de generar endorfinas y él las necesita para permitirse sonreír.

El partido, como el Mundial, mucho no lo ayuda. La dificultad de ir de ciudad en ciudad, de pedir comida y de trabajar hicieron que el mes que cumplió en Rusia lo haya tenido inmerso en más ratos grises, que de los otros. Inglaterra arrancó mostrando las cualidades que lo llevaron a estar en este momento. Uno de los mejores arqueros del torneo (Pickard), una línea de tres centrales muy sólida (Walker, Stones y Maguire), dos laterales que entienden eso del ida y vuelta (Trippier y Young), un volante como Henderson que ordena al resto y una ductilidad asombrosa con los hombres de arriba. Porque los de Southgate no pasan por arriba a ningún rival pero siempre tienen a mano tres o cuatro recursos de sus sistemas que pueden voltear en cualquier momento el momento de un partido.

A los tres minutos este pibe que le había dicho a su viejo que confiaba mucho en el talento de Modric y Rakitic escuchó el “Yessssssssss” de los hinchas ingleses festejando el golazo de Trippier. Otra amargura más para él, que justamente siempre encuentra alguna excusa para caer en la trampa de la tristeza. A partir de ahí, en su cabeza solo empezó a ver el reloj de arriba, ese que le avisaba cuanto faltaba para ver festejar al equipo que él no quería. Como se venía acostumbrando. Es que su Croacia, ese equipo que se mueve a la música de su número 10, era su fiel reflejo dentro de la cancha. Porque él sabía que no importaba estar abajo en el marcador, lo que le preocupada era darse cuenta (porqué para él es lo más importante) que psicológicamente el partido lo ganaban los de blanco. Y eso hacía que ese gran Modric, no lo fuera tanto, que Mandzukic no fuese una amenaza y Rakitic se convirtiera en el que hace que los hinchas del Barcelona pidan un volante de sus características temporada tras temporada.

En el entretiempo el protagonista de esta historia buscó todo tipo de datos que lo ayuden a encontrar esa punta que le permita creer. Porque su gran problema es no creer. Él no creyó en la Argentina de Sampaoli y, aunque el tiempo le dio la razón, lamentó no haberlo hecho. Pero a esta altura del Mundial, con solo dos partidos por delante, él se propuso darse una tregua tácita con su tristeza y se ilusionó. Sin ninguna creencia fundamentada en lo que había visto, y en lo que pensaba que iba a ver.  Pero creyó, a pesar de que el partido le seguía dando esa sensación de que su equipo no estaba en partido. En el partido mental.

Hasta que eso que no pensaba que iba a pasar pasó. Y fue una revolución de sensaciones. Porque ese anticipo de Perisic que puso en el partido un empate que no tenía nada que ver con lo que pasaba al principio de todo para Croacia, y para él. Y fue el comienzo del fin para la siempre prolija Inglaterra. Porque ese “goool” que salió de su boca pareció tener una simbiosis increíble con un equipo que dejó de levantar los brazos, quejarse, y que fue para adelante. Con su estado de ánimo en la mano. Y esa Croacia es la que mejor se ve. Porque Modric brilla en el desorden y porque Perisic se transformó en el general de la revolución. Porque ese grito desató a un equipo que se olvidó de los primeros 67 minutos del partido, del cansancio acumulado tras jugar dos suplementarios, y de la superioridad del rival. Y lo desató a él, que se permitió soñar.

Y Croacia fue. Con fútbol, pero con sentimiento. Luzhniki, ese estadio inmensamente grande y que apabulla a cualquiera que lo pisa, se convirtió en un estadio de Zagreb. Y él sentía cómo que esa camiseta a la que había padecido hace no demasiado tiempo lo haría ganar su batalla. Terminaron los 90 y él tuvo en claro que algo había cambiado. Porque el que entró al estadio hubiese sacado a la mesa la excusa del cansancio, del recambio inglés, la jerarquía del rival, y bla, bla, bla. En ese ecosistema de la excusa él se siente cómodo. Pero prefirió salir. Y creer en Croacia. Nada lo hizo cambiar. Ni el mejor arranque inglés, ni el quedo pronunciado en el primer tiempo suplementario. Su tranquilidad lo sorprendía. Porque ese no era él. O al menos su nuevo él. Pero no quería preguntarse nada. Quería ir con Croacia de la mano. La lógica del fútbol, los merecimientos y todo eso ya no valían nada. El partido estaba en el detalle del corazón. Del convencimiento. Y en la cancha había pocos jugadores más optimistas que Mario Mandzukic. Por suerte, para él y para los miles de croatas que después del gol se hicieron uno, tenía la camiseta de los nuestros. Y en el minuto 109, el General de la Revolución emocional, Perisic, saltó más alto que dos más altos que él y con la esperanza de que un compañero fuera a estar por ahí, cabeceó para que la pelota se dirigiera rumbo al área. Y el más optimista no perdonó.

El protagonista de esta historia no se acuerda de absolutamente nada de lo que pasó después de que se abrazó con el croata que tenía al lado para festejar un gol que sentía que se hacía a su propio destino. Porque él no estaba hablando de fútbol. Croacia-Inglaterra era una circunstancia. El Mundial era su excusa. Él quería volver a sentirse capaz de creer. Y este equipo con el cerebro de Modric, pero sobretodo con lo emocional como escudo, lo hizo feliz. Al menos hasta mañana. Porque esa ya será una batalla que tendrá que dar él solo.