¿Cómo enfrentará el gobierno macrista lo que a todas luces aparece hoy como una crisis de credibilidad en la sociedad argentina enmarcada en los presagios de un agravamiento de la crisis económica y política? El presidente dijo recientemente a sus allegados, según las crónicas periodísticas, que “para el mundo somos los únicos garantes de este modelo”. Puede tratarse de una frase de ocasión pero también podría considerársela como una clave de la hoja de ruta presidencial. El gobierno carece de una agenda atractiva para la sociedad, capaz de asegurar la inversión de la marcada tendencia al debilitamiento de sus apoyos. El texto del acuerdo firmado con el FMI tiene un contenido inequívoco; su centro es el ordenamiento de las cuentas fiscales, objetivo que ha pasado a ser una obsesión del presidente, quien intenta construir una épica refundacional a partir de un propósito tan poco promisorio como es la disminución del gasto estatal. Es decir, para cumplir con el organismo de crédito hay que limitar la obra pública, recortar la inversión en educación, salud, infraestructura, jubilaciones y pensiones, entre otras tareas esenciales del estado. Y eso es presentado como una epopeya argentina.

Es evidente que la comprensión del “mundo” (que para el gobierno son los grandes consorcios financieros y sus centros de coordinación globales) es considerada un activo fundamental para la etapa política que se abre. Es una lectura característica de la tradición oligárquica local. En este caso, se reviste de un dramatismo especial: si el “mundo” abandona a Macri, el fantasma del regreso del populismo está en el futuro próximo inevitable del país. Esta premisa valorizaría al gobierno argentino frente a Estados Unidos para el que no sería una buena noticia un cambio que afectara su agenda geopolítica en el sur de su campo más inmediato de influencia. Las noticias que vienen de Brasil tampoco son halagüeñas para la principal potencia mundial, en términos de lo que su Departamento de Estado llama la “estabilidad regional”. ¿En qué consistiría esa comprensión imperial? A primera vista parecería que la cuestión podría girar en torno de la posibilidad de un importante grado de flexibilidad del Fondo para evaluar el grado de cumplimiento argentino de los compromisos recientemente firmados. Un ajuste brutal como el que se desprende de la letra de esos documentos se convertiría en un salvavidas de plomo para transitar los meses previos a la crucial elección presidencial de 2019. “Nosotros o el caos” es el dilema que Macri enuncia con poco disimulo. Claro que pensar que el FMI se convierta en una especie de comité de campaña en las sombras de Cambiemos no entra ni en los más drásticos reduccionismos respecto de lo que son las relaciones internacionales. 

La apuesta más bien parece querer incorporar la mirada del “mundo” en la disputa política doméstica. La idea es poner a prueba la cambiante política de la estructura federal del justicialismo y del massismo frente a la crítica etapa que espera al país. El planteo del macrismo es que tendrán que resolver si permanecen en el registro de políticos responsables y serios que no quieren una catástrofe nacional o se inclinan por defender sus intereses sectarios a cualquier precio. “Noso- tros o el caos” es una fórmula de múltiples significados: se dirige a la estructura sindical, a los movimientos sociales, a la élite del poder económico, a los diputados, senadores y gobernadores. Es un arma de uso interno sostenida por un mito central de esta administración, como es que el atractivo (económico, geopolítico o de cualquier otro orden) que el país pueda significar para los poderosos del mundo global es la clave central para el futuro. 

El otro dilema central es la posición del peronismo y de la “oposición responsable”. Desde que en diciembre de 2001 estallaron la economía, la sociedad y la política argentina después de más de una década de reestructuración neoliberal, esa escena se ha convertido en un poderoso mito político. Según quien lo recupere significará el fracaso del experimento del consenso de Washington o la índole oportunista y poco democrática del peronismo, siempre dispuesto a asaltar el poder movilizando todos sus recursos sociales y estatales. Curiosamente parece haber muchos conspicuos dirigentes justicialistas que parecen haber adoptado el segundo punto de vista bajo el prestigioso ropaje de la “autocrítica”. Entonces aquel diciembre mítico se convierte en el demonio que debe ser exorcizado. Hay que reemplazar aquella conducta oportunista del peronismo por una visión que le otorgue prioridad al sostenimiento de la gobernabilidad, cualquiera sea el costo que haya que pagar a cambio. Sin embargo, esa lectura de aquel episodio está abiertamente reñida con la realidad histórica. La oposición de entonces no fue la que creó las condiciones de la catástrofe. En todo caso, su contribución al desmadre consiste no en la rebelión popular, muy difícil de evitar en la situación social a la que habíamos llegado, sino en los años del menemismo, cuando se ejecutaban en tono festivo todas las políticas que nos llevaron a la quiebra económica, la ruina social y el derrumbe político. Todo el sistema político tuvo una responsabilidad innegable en aquella deriva caótica. Es lógico que hoy abunden los juicios de “especialistas” que procuran endosar los antecedentes de la crisis actualmente en desarrollo a la experiencia kirchnerista. Y hasta es seguro que ese argumento goza de autoridad y credibilidad en un sector no pequeño de nuestra sociedad. Pero tiene un problema: no es verdad. Argentina tenía muchos problemas en diciembre de 2015 pero un problema que no tenía era el de la extrema vulnerabilidad de su economía, claramente conectada con el hiper-endeudamiento  de este corto período y el desastroso estado de nuestra balanza comercial y de cuenta corriente producto de las políticas en curso.

Claro que ese razonamiento corresponde a la verdad histórica. Pero la pos-verdad camina por otros andariveles. Y estamos ante un elenco de gobierno que desde el comienzo reemplazó la política por la publicidad. Es por eso que es muy difícil de prever la conducta de la autodenominada “oposición responsable”. Porque sabe que una actitud de enfrentamiento serio  y programático al ajuste concertado con el FMI podría ser respondida por una dura campaña mediática orientada a colocarlos en el lugar del oportunismo y la desestabilización. También porque el gobierno no se ha caracterizado nunca como un negociador políticamente flexible, sino que su ethos es un decisionismo implacable, más propio de la gran empresa que del mundo político. Sabe ese sector del peronismo que el buen trato por parte del gobierno y de los medios de comunicación solamente es compatible con la complacencia hacia el gobierno y la intransigencia del enfrentamiento con Cristina, argumentado también en términos de “autocrítica” sobre el pasado reciente. 

Sin embargo el dilema peronista no tiene una solución fácil. Porque adoptar una posición favorable hacia la ejecución del ajuste por parte del gobierno entraña muchos problemas que parecen insolubles. Los eventuales firmantes de ese “gran acuerdo nacional” que postuló en su momento el jefe de gabinete son gobernadores, intendentes y líderes partidarios cuyo destino está atado  a cierta confianza popular que puedan conservar. Tendrían que poner su firma al freno de la obra pública provincial, a la disminución del salario real, eventualmente a otros manotazos sobre los fondos previsionales. Y después de todo esto deberían presentar una alternativa de “oposición” en las presidenciales del año próximo. Es muy elemental que si el gobierno logra engendrar algún recurso compensatorio de este ajuste antisocial será él mismo y no la alquimia de la oposición responsable el que se beneficie. No hay recurso institucional que pueda dar una salida. La intervención del PJ es un intento de poner en acción algún elemento negociable, pero la desproporción entre la complacencia que se le pide y el valor que tendría para los dirigentes una normalización del partido es muy grande y muy evidente.  Esta encrucijada no tiene una solución fácil ni predecible en términos precisos.

También en el radicalismo se registran las consecuencias del deterioro de la credibilidad del gobierno. Los dirigentes radicales han pasado del silencio o la complacencia a un diagnóstico preocupado de la situación. Sin embargo, ese juicio gira en torno a los métodos con los que se toman las decisiones y a la exigencia de respeto por la coalición electoral que alguna vez soñaron con que deviniera en una coalición de gobierno. Tardíos y un poco patéticos en el caso del gobernador Morales     –que fue durante todo este tiempo una pieza decisiva del dispositivo macrista– estos reclamos solamente tienen interés como reflejo del progresivo deterioro político del gobierno. 

La prueba de fuego para la política argentina será la discusión sobre el presupuesto del año próximo. No tanto por la cuestión formal porque los presupuestos no se cumplen, sino porque significaría que no hay apoyo político para el acuerdo con el Fondo. Lagarde ya ha dejado trascender que este es un asunto clave para la evaluación que el organismo haga de su marcha.. La CGT ya ha dicho que esta será una etapa conflictiva. Lo mismo ocurre con los movimientos sociales territoriales. Mientras los cálculos electorales –algunos de ellos muy creativos– pugnan por ocupar el centro de la atención, el país entra en una zona de mucha incertidumbre política. Lo más probable es que, de no mediar acontecimientos imprevisibles, el clima en el que viviremos a mediados del año próximo no se parecerá en nada a la mascarada de la “revolución de la alegría” con que empezó este proceso.