Producción: Tomás Lukin


Hora de la refundación

Por Cecilia Nahón * y Pablo J. López **

El G-20 es producto de las crisis más severas de los últimos veinte años: se constituyó primero como un grupo de autoridades económicas en 1999, luego de las crisis financieras en los países emergentes de Asia y América latina y se transformó en un foro con rango presidencial en 2008, en respuesta a la crisis incubada en Estados Unidos y Europa. Frente al colapso de Wall Street y el inicio de la Gran Recesión, los jefes de Estado de las principales economías avanzadas y emergentes se reunieron de urgencia en Washington para conformar una suerte de ‘comité de crisis’ de la economía mundial. Desde entonces, los mandatarios del G-20 se han reunido doce veces y proyectan hacerlo nuevamente en noviembre en Buenos Aires bajo la presidencia de Argentina.

El grupo tuvo su mayor contribución en 2008 cuando selló un acuerdo multilateral para estimular a las grandes economías de manera coordinada, ayudando a contener la crisis. Sin embargo, el rumbo se revirtió a partir de 2010-2011 cuando se impuso la receta de la “consolidación fiscal”, centrada en políticas de “austeridad”. En esta década, el alcance del G-20 también se amplió para incluir otras dimensiones relevantes de la cooperación internacional (cambio climático, desarrollo, empleo, tributación, entre otros).

El G-20 implicó la incorporación de los países emergentes a las altas esferas de la gobernanza mundial, lo que tuvo una influencia positiva en ciertas áreas de su interés, pero no modificó la orientación central de las políticas promovidas previamente por el G-7. El G-20 terminó convalidando la tríada de liberalización, desregulación y financierización que, salvo honrosas excepciones, dominó la economía global en las últimas décadas. La agenda estuvo excesivamente influenciada por las grandes instituciones bancarias y las corporaciones multinacionales. Mientras los ganadores de la tríada promocionaban su recetario por el mundo, los perdedores fueron invisibilizados y acallados.

Conforme la crisis se extendió, el G-20 expresó preocupación por el desempleo, el estancamiento salarial y el aumento de la desigualdad. La economía global exhibía un crecimiento moderado, frágil y claramente insuficiente para resolver las problemáticas distributivas y del mercado de trabajo. El G-20 realizó entonces llamamientos en favor del crecimiento “inclusivo” y elaboró decálogos de políticas redistributivas, mayormente a instancias de las economías emergentes. Sin embargo, dichas políticas fueron ignoradas por la mayoría de las naciones del G-20 que, en cambio, reafirmaron la tríada neoliberal y se entregaron a las falsas promesas de la teoría del derrame.

Este año el G-20 hace escala en Argentina debilitado, cuestionado y fracturado. Debilitado, porque las posiciones unilaterales y agresivas del presidente de Estados Unidos devalúan a diario la relevancia e influencia del sistema multilateral. Cuestionado, porque los terremotos electorales anti sistema a ambos lados del Atlántico Norte expresaron un fuerte rechazo al establishment y a los principios de libre mercado y apertura económica que han latido, hasta ahora, en el corazón del G-20. Fracturado, porque la guerra comercial en curso enfrenta abiertamente a Estados Unidos con los restantes miembros del G-20.

A una década de su formación, el propio ‘comité de crisis’ de la economía global entró en crisis. La labor de liderar el G-20 en esta coyuntura supera con creces el calibre del gobierno argentino, que se mantiene atrapado en su propio espiral económico descendente y cuya incapacidad de conducción añade acefalía e incertidumbre a la compleja situación actual. El gobierno nacional se ha limitado a observar con impotencia la guerra comercial en curso e intenta licuar el conflicto con otras temáticas vistosas como “el futuro del trabajo”, “infraestructura para el desarrollo” o “un futuro alimentario sostenible”.

Frente a esta crisis de la hiperglobalización y del multilateralismo, y ante la evidente incapacidad del liderazgo actual del G-20 para dar respuestas satisfactorias, es necesario que las grandes mayorías del mundo repiensen y refunden el rumbo de su cooperación internacional. Gestar una nueva forma de multilateralismo que sirva a los intereses nacionales, reconociendo que el camino hacia el desarrollo sustentable implica rejerarquizar las políticas domésticas necesarias para la construcción de sociedades inclusivas e igualitarias. Un G-20 alternativo implicaría abandonar la tríada neoliberal y reconstruir la cooperación entre los pueblos sobre los valores de solidaridad, democracia, justicia e igualdad. Para que, más temprano que tarde, sea la hora del Pueblo-20.

* American University y ex Sherpa de Argentina ante el G-20.

** Unpaz / UBA y ex secretario de Finanzas de la Nación.


Desglobalización parcial

Por Martín Burgos *

La disputa comercial entre China y Estados Unidos que está preocupando a los mercados mundiales es uno de los grandes temas de este 2018. El gobierno argentino pensó que ser anfitrión de la cumbre del G-20 a realizarse en noviembre sería una gran noticia para generar inversiones y mostrar el país volvió a la “normalidad”. Pero la cumbre podría recordada como la del fin del neoliberalismo.

Con el libre comercio, las empresas de Estados Unidos se acomodaron a las ventajas de los bajos costos chinos y armaron cadenas globales de valor aprovechando los bajos aranceles y las mejoras tecnológicas de estos últimos veinte años. Mientras esas multinacionales tuvieron ganancias extraordinarias, la calidad del empleo en Estados Unidos mermaba y el deterioro de la distribución del ingreso fue en parte causante del estallido de la crisis de las hipotecas subprime en 2008. Empresas ricas y país pobre, en todos los países, incluso en Estados Unidos: ese fue el resultante de 40 años de globalización neoliberal. A partir de estos elementos se tiene que tratar de comprender la elección de Trump y las contradicciones que surgen en el seno del poder mundial actualmente.

Esta vuelta del proteccionismo no tiene el mismo impacto en un país dependiente que en un país central. En un país latinoamericano, el proteccionismo puede permitir generar empleo, mejorar la distribución del ingreso, darle un margen de maniobra a la industria nacional. Pero en un país central, esos discursos resultan peligrosos porque la tensión entre lo interno y lo externo puede impulsar cambios en la forma de producir en las empresas transnacionales que pueden incurrir en un nuevo régimen de acumulación a nivel mundial con consecuencias desastrosas para los países dependientes.

En efecto, la cuestión no es tanto si Estados Unidos puede volver a una industria “nacional”, sino qué resultará de las nuevas tensiones entre las necesidades políticas del gobierno de Trump y la estrategia de las empresas multinacionales. Si se diera el fenómeno del “reshoring”, en el cual las inversiones vuelven a Estados Unidos, significaría para los países como México un incremento de los problemas de empleo en un contexto social muy delicado.

Sobre todo, esa preocupación por el empleo y la producción del gobierno de Trump no está acompañada por un proyecto de cambio en la arquitectura financiera internacional cuyos actuales efectos son desastrosos en términos de especulación, de evasión fiscal, de fuga de capitales y de pago de deuda externa. La regulación de los grandes flujos de capitales a nivel mundial, definida por las grandes potencias en la posguerra, fueron de primera relevancia para explicar la “edad de oro” del capitalismo.

Por lo tanto, parece diseñarse un capitalismo con liberalización financiera y guerra comercial, que se puede interpretar como una desglobalización parcial. Esto se podría rastrear en el hecho de que Estados Unidos están boicoteando parcialmente los organismos multilaterales: mientras la OMC es objeto de críticas por parte de la administración Trump, el FMI y el Banco Mundial siguen gozando de buena salud y mantienen su papel en las finanzas globales. Si bien la temática de la regulación financiera había sido uno de los temas principales del G-20 en los años posteriores a la crisis de 2008, fue dejando su lugar a temáticas más productivas como el futuro del empleo, la infraestructura y la seguridad alimentaria, los tres ejes de las reuniones de este año en Argentina.

Lo anterior nos lleva a la concluir que, en ese esquema de desglobalización parcial, los países periféricos tendrán que soportar las consecuencias más negativas: fuga de capitales, endeudamiento, salida de inversiones e invasión de productos importados. Esta nueva forma de acumular capital a nivel mundial está lejos de ser la ideal para América latina, sino al contrario podría ser mucho peor que lo vivido hasta ahora, más en países que liberalizan su comercio y dejan librada la inversión al azar del mercado, como la Argentina de Macri y el Brasil de Temer.

* Coordinador del departamento de Economía política del CCC.