Todo lo que se dijo sobre Ricardo es tanto que cualquier otra cosa que ahora se diga, o escriba, corre el riesgo de incurrir en un pleonasmo o, en el peor de los casos, en un pretexto para hablar de una época y mentar, de paso, las asignaciones de una generación entera –la de los ‘70–, o hablar de uno mismo. Por lo tanto, trataré en lo posible de no pisar esa trampa, aunque admita que no puedo evitar sus contornos.

Piglia, hombre de izquierda sin militancia activa, vivió enteramente para abordar la narrativa como el campo de batalla de una guerra incesante. Esa guerra consistía, mayormente, en penetrar la naturaleza de la ficción hasta desarticular sus engranajes y volverlos a armar a partir del cedazo –inexorable– de la inteligencia.

Ignoro si se fue de este mundo con la idea de haberlo logrado. Sé, como sabemos muchos, que aprendió, puso en práctica y enseñó que el arte del lenguaje puede aplicarse, obsesivo, a una sola idea, a un solo personaje, a un solo motivo y volverse una multiplicidad casi inabarcable. Acaso como Borges (no creo que le agradara si me oyera), imaginó que lo universal puede pasar por un único hombre. Nosotros –estoy pisando los bordes peligrosos de la trampa– solíamos llamarlo “el profesor”. Pero así era aunque no lo buscara. Lamborghini, por ejemplo, explicaba a Faulkner matándose de risa; Ricardo lo hacía ladeando la cabeza y frunciendo el ceño, arrastraba un poco las palabras y miraba la superficie de la mesa como si siguiera la huella de un bicho. A veces, muy pocas, nos hemos reído juntos caminando por Corrientes, en esos años la Vía Láctea del “pensamiento” en Buenos Aires. Y sí, caí en la trampa. Lo siento.

No éramos amigos en el sentido más íntimo del término, éramos amigos a la distancia, respetándonos mutuamente como signatarios de un pacto jamás expresado. Creo que nos vinculaba un gusto particular por la escritura y el simultáneo descubrimiento de autores como, por ejemplo, Thomas Bernhard. Cuando leí Respiración artificial sentí que podía infectarme el vírus de la envidia. Hoy siento –hondamente– que se ha muerto, algo inadmisible aunque sea inevitable y no puedo imaginar quién, en su lugar y más adelante, podrá observar la literatura argentina como él lo hizo. Quizás nadie pueda.

* Escritor y periodista.