En días recientes obtuvo media sanción, con objeciones y disidencias parciales, el proyecto de ley de Integración Urbana y Regularización Dominial presentado por el oficialismo. Con un escueto articulado, propone una única herramienta para atender una situación que afecta a unos 500 mil hogares en nuestro país (según el Censo 2010).

La informalidad (o “irregularidad”) se define por múltiples aspectos: dominiales (irregularidad en el registro de los titulares, en el catastro, etc.); ambientales (contaminación, restricción hidráulica, etc.); urbanos (forma de ordenamiento del espacio, tamaño de los lotes, servicios, accesibilidad, etc.); sociales (barrios muy estigmatizados o con una sociabilidad cotidiana marcada por la violencia, etc.). En cada territorio, cada barrio, o incluso cada vivienda, en cada situación particular, pueden combinarse de manera diferente, otorgándole una alta complejidad a la intervención.

El proyecto de ley mencionado sólo contiene una propuesta para intervenir en la regularización desde el punto de vista dominial. En este sentido, resulta fundamental el aporte realizado por un conjunto de diputados en su dictamen de disidencia parcial: es necesario que la ley, para cumplir sus objetivos, explicite qué entiende por “integración urbana”. Al omitirlo, no se prevén qué tipo de acciones se podrán desarrollar en ese marco, ni se consideran recursos o formas de realizar dichas acciones (obras, saneamiento, proyectos sociales, etc.).

La regularización dominial implica que la relación que un habitante tiene con el lugar que habita sea legalmente reconocida. En este sentido, crea derechos, otorga seguridad a la familia. ¿Es necesaria? Indudablemente. ¿Resuelve por sí sola el problema de los barrios populares y las penurias cotidianas de las cientos de miles de familias que los habitan? Lamentablemente, no; resulta insuficiente.

En América Latina atravesamos ya la experiencia de los años 90, en los que, al calor de las recomendaciones de los organismos internacionales de crédito, se otorgaron masivamente títulos de propiedad, sin atender ninguno de los otros aspectos que hacen a una efectiva integración urbana. El resultado fue contradictorio: se escrituraron terrenos en pésimas condiciones de habitabilidad o accesibilidad, se desgastó a pobladores y organizaciones de base en procesos larguísimos con mínima capacidad estatal de responder a la complejidad de cada caso, se dejaron procesos a mitad de camino (en una suerte de “limbo jurídico”, incluso más complejo que la situación anterior), se expulsó a la población más vulnerable...

“Los chicos tienen plomo en sangre, pero por suerte nosotros ya tenemos papeles de la tierra”, decía una pobladora en la segunda reunión del plenario de comisiones, el 23-05-18. Cabe preguntarse si éste es el modelo de integración urbana que queremos...

Una segunda dificultad que presenta el proyecto de ley es que propone una única herramienta para la regularización del dominio: la expropiación a través de un fondo fiduciario, y su traspaso al dominio del Estado Nacional. Para ello designa a la Agencia de Administración de Bienes del Estado como organismo ejecutor. Se ignoran todos los otros instrumentos que en nuestro país se vienen aplicando, acordes a la realidad de cada lugar: prescripción veinteañal, prescripción administrativa, compra directa, etc.

La expropiación por parte del Estado es la forma más costosa de regularizar: muchas veces se terminan pagando mejoras que los actuales pobladores (no los propietarios formales) o el propio Estado han introducido a lo largo de años. La primera pregunta que surge es si, en un contexto de ajustes y recortes, existirán los fondos necesarios para ejecutarla. Y si se piensa en una ejecución parcial, ¿a cuántos alcanzará realmente? ¿Cómo se definirán las prioridades? En una propuesta tan centralizada en el nivel central (nacional), el riesgo de que las prioridades se definan por criterios discrecionales o al menos, poco claros, es alto.

El proyecto presenta otras tantas limitaciones: la excesiva centralización de tareas, funciones y decisiones, el papel prácticamente inexistente que otorga a los gobiernos locales (que son los que, paradójicamente, gestionan el territorio día a día), la falta de previsiones para la participación de los pobladores, la omisión de las formas y mecanismos por los que las familias deberán después pagar los terrenos, entre otras.

La desigualdad en el acceso al hábitat ha sido objeto de legislación y políticas públicas hace más de un siglo en nuestro país, aunque con objetivos, miradas, intensidades y resultados diferentes. Cualquier nueva propuesta debería, al menos, reconocer esos antecedentes, aprender de esas lecciones e incorporar esa enorme complejidad y diversidad de actores involucrados.

Q Centro de Estudios de Ciudad, Facultad de Ciencias Sociales (UBA).