Me llamaban el tolerable autodidacta. Me conformo con que digan: Pedro Tuella, el primer cronista del Rosario.

Cuando divisé el puerto en el río de la Plata, se terminaba el viaje por el Atlántico, se apagaba el sonido de las olas, el crujir de las maderas del barco atiborrado de gente, desaparecía la inmensidad del cielo. A mis veintiún años, la villa de Naval, mi pueblo de Aragón, se volvió un recuerdo melancólico. Desarmé mis valijas en Montevideo, donde ejercí como maestro de escuela, volví a repetir la escena cuando arribé al Chillán, un colegio de la misión guaraní de Itapúa, Misiones, donde di clases durante quince años. Después desembarqué, accidentalmente, en el Rosario, poblado de escasos ranchos de barro y tolderías, donde todo estaba por hacerse.

Uno de los tantos españoles que se habían radicado aquí se encargó de darme la bienvenida.

Fui nombrado Receptor de la Oficina de la Real Hacienda de la ciudad de Santa Fe y administrador de Rentas de Tabaco y Naipes. Como súbdito del rey, como administrador de la aldea debía escuchar las reiteradas quejas de los vecinos del lugar por los altos impuestos que pagaban, las pocas ventas que tenían por esos días, y el incesante contrabando de mercaderías que llegaban desde Colonia de Sacramento.

También fui pulpero. Coloqué  trastos, cajones y pequeños bancos para la charla distendida. “Pague y le doy”, les decía a los clientes que llegaban para comprar vino, aperos, fideos, anzuelos, telas, sombreros, naipes y tabaco.

Los domingos después de misa, mientras en las casas se jugaba a la báciga y se tomaban mates, y otros se dedicaban a sacar un pacú del Paraná, yo me encargaba de recitar letanías a Dios a las señoras en el interior de la capilla.

Era el único habitante que estaba suscripto a El Telégrafo Mercantil, Rural, Político e Historiográfico del Río de la Plata, el primer periódico de Buenos Ayres donde escribían Manuel Belgrano y Juan José Castelli. Tenía ocho páginas, salía los miércoles y sábados, pero luego sólo los domingos. Allí publiqué una crónica de la que se ha hablado por siempre: “Relación del pueblo y jurisdicción del Rosario de los Arroyos”.

Fui el primero que se atrevió a asegurar, usando como fuente el relato oral, como si eso fuese una impostura, que el Rosario fue fundado por indios. El principio de este pueblo fue en 1725, cuando llegaron los calchaquíes.

Para mí era toda una obsesión saber la suerte que iba a correr la nueva imagen de la Virgen del Rosario, que había llegado desde Cádiz. Alguien se apiadó de mí. Consideró que yo era una persona honrada. Así fue como me designaron Mayordomo de la Obra. Y me transformé en fiel custodio de los fondos para la virgencita y desde entonces no dejé de pregonar que, al fin, iba a tener un lugar como la gente.

Una noche calurosa, iluminado con quinqués a velas, me senté alrededor de una de las mesas de la pulpería, apuré un trago y escribí un poema. Lo titulé “Décimas”, un verso octosílabo destinado a las buenas conciencias, a las que pedía algo tan terrenal como una donación para la capillita de la Virgen.