De la mano de cuatro inquietas amigas surgió hace una década el festival El Porvenir, semillero de artistas y espacio de visibilidad para directores sub-30. Cada año, doce directores agrupados en cuatro grupos de tres muestran obras de 20 minutos. Hoy, lamentablemente, comienza la última edición. Factores institucionales y personales se combinaron para el desenlace. Las actrices Paula Baró –también directora y dramaturga–, Rosario Alfaro y Antonella Querzoli, y la escenógrafa Julieta Potenze dicen estar enamoradas del proyecto que crearon cuando tenían menos de 30 y había pocos espacios en la ciudad de Buenos Aires para que los nuevos directores mostraran sus trabajos. Desean que el vacío dé origen a alguna iniciativa que represente a los jóvenes de esta época. Despiden a El Porvenir con angustia pero también con felicidad.

Antes de crear el festival, las cuatro trabajaban juntas en el grupo teatral Efímero. Lo hacían en espacios no convencionales, que no estaban habilitados. Era un signo del momento. “Era muy difícil para directores sub-30 acceder a teatros habilitados: la crisis de 2001 había hecho estragos en la cultura local, y Cromañón había hecho que muchos teatros tengan que cerrar sus puertas y otros no pudieran abrir”, recuerda Baró, programadora de teatro del Club Cultural Matienzo, la sede de El Porvenir desde sus orígenes. “No teníamos acceso a salas en las que ya trabajaba un tipo de artista no necesariamente consagrado, pero tampoco un principiante. Nos atacaba esa realidad. En ese contexto surgió la idea de hacer un festival que nos nucleara, para conocernos”, relata. Algunas de las integrantes de Efímero se dedicaban a la producción y tenían contacto con figuras conocidas del medio, pero estaban “desconectadas” de los colectivos que seguían un camino similar al suyo.

Fueron con una carpeta del proyecto al Centro Cultural Recoleta y, aunque hubo algunas reuniones, fue rebotado. Lo mismo pasó con el teatro Beckett: el festival obligaba a la sala a interrumpir la programación durante un mes entero y sus representantes prefirieron no asumir ese riesgo. Además, había un aspecto peculiar de la propuesta que la hacía todavía más difícil de instalar en el circuito: rechazaba la noción de curaduría y la figura de un programador. Se destacó, todos estos años, por su criterio horizontal. Los doce directores de la edición anterior elegían a los de la siguiente. Así se iba tendiendo una red, se iba armando un mapa generacional que expresaba la diversidad estética característica de la última década. “No queríamos ponernos en un lugar de poder en relación con nuestros colegas”, cuentan las organizadoras, para quienes esta horizontalidad es “un valor”.

Al llegar al naciente Club Cultural Matienzo, dos grupos jóvenes de gestión se encontraron y enlazaron. Se “arremangaron” en conjunto. Eran los tiempos del viejo Matienzo: una casa en Colegiales “que todavía no tenía nada”. “Ni tachos ni gradas. Nada”, relata Baró. Pero tanto los gestores del espacio como los directores de la primera edición estaban copados con la movida. Y entre todos, de modo muy artesanal, la fueron edificando. El grupo de amigas siempre debió atender a cada detalle, apuntando a la profesionalización de su criatura: “Cubrimos las fechas, hacemos los fletes, buscamos las cosas en imprenta”, dice Potenze, para ejemplificar. 

“Había covachas para meterte a actuar, pero si querías dirigir estaba complicado. Estaba el Operas Primas, en el Rojas, o ciclos que incluían a directores jóvenes, pero no eran específicamente para ellos. Ahora está la Bienal de Arte Joven, estructura estatal que da un espacio más o menos digno a artistas de esa edad”, contextualiza Baró.

Los objetivos, entonces, eran generar un espacio de encuentro de artistas emergentes de las artes escénicas; dar a conocer al público su trabajo; promover la visibilidad del circuito joven y autónomo de Buenos Aires; y fortalecer el vínculo de este circuito con el interior y América latina. Las organizadoras impusieron algunas condiciones para la participación. Convocaban a directores menores de 30 que tuvieran algún trabajo estrenado, y las obras que mostraran debían no ser escenas sino materiales breves que cerraran en sí mismos, de 20 minutos. Como en el fútbol, los directores eran divididos en cuatro grupos determinados por sorteo, y por noche el público podía ver tres obras. Pasaron por el festival 120 directores, entre ellos Nacho Bartonole, Eugenia Pérez Tomas, Sofía Wilhelmi, Camila Fabbri, Mariano Tenconi Blanco, Lucía Panno, Alfredo Staffolani y Ramiro Guggiari, y tuvieron lugar 600 intérpretes y 8500 espectadores, aproximadamente. Más del 50 por ciento de los materiales exhibidos estrenaron luego en distintos espacios y festivales, tanto locales como internacionales.

“Nos excedió. Se volvió la actividad principal del grupo, lo que más nos unió estos años. Fue un proceso de aprendizaje absoluto. Haberlo hecho es una revelación, un universo paralelo a haber vivido una vida sin haberlo hecho. Aprendí de teatro, compañerismo, gestión cultural. Transformó mi vínculo con mis colegas: de competencia a colaboración. Tendimos una red entre El Porve, Matienzo y la agrupación Escena (Espacios Escénicos Autónomos). Fue transformador”, expresa Baró. “Son diez años... ¡es un montón!”, dice Rosario Alfaro. “Salir de la escena, estar en la organización y generar espacios que a una le gustaría que sucedan, en los que prime lo colaborativo y la necesidad del otro, me enriqueció mucho como actriz. Así que el cierre me angustia mucho a nivel personal”, concluye la actriz. También destaca la “incondicionalidad de trabajo”, la “red de contención” que lograron sostener tanto tiempo, como ejemplo de “grupalidad”. Cada una de las artistas iba, además, conociéndose a sí misma, descubriendo qué podía dar en ese marco, y quizá terminaba ocupando lugares que no había imaginado. Como Querzoli, que terminó abocándose a la edición de contenidos.

Para Baró, El Porvenir retrató y canalizó “la diversidad” de una generación, en la danza, el teatro y la performance. “No producíamos ningún dogma. Como generación, nuestro dogma es la diversidad. No existe una única forma de hacer teatro, una calidad única, una estética. Es muy diferente a lo que pasó en los ‘70, los ‘80 o los ‘90. Son movimientos con distintas poéticas, pero generalmente hay estéticas dominantes. En El Porvenir convivían una obra de texto, de dramaturgia tradicional, una historia de amor; unas pibas cantando rap y bailando hip hop; una bailarina de formación clásica con música contemporánea de fondo”, explica.

De las nuevas generaciones, destacan que se distinguen por la libertad. “Crecieron con otras libertades sexuales y políticas”, describe Baró. La escenógrafa del grupo, ocupada siempre del área técnica del festival, destaca la “profesionalización” de los flamantes artistas. “Tienen iluminador, escenógrafo, viene alguien a hacerles fotos... Los elencos son mucho más completos”, agrega Potenze. “Vienen ya teniendo una idea de lo que es trabajar en red. Tienen sus propias redes, las han construido de antes. A nosotros nos costaba muchísimo más”, aporta Querzoli. Como “comentario de vieja”, dice, riendo, que las redes sociales lo cambiaron todo.

Cuando ellas arrancaron el proyecto, tenían la misma edad o una edad cercana a la de los directores que se iban incorporando. Hoy se sienten un poco más lejos. Saben que al despedirse “El Porve” queda un vacío, y esperan que las nuevas generaciones puedan llenarlo atendiendo a su propia búsqueda y necesidad. También, en diez años, lógicamente cambiaron mucho sus vidas. De algún modo, la del festival es también la historia de un grupo de amigas: algunas fueron mamás, y cambiaron sus tiempos y posibilidades, por ejemplo. A todo esto se suma el factor del “escaso y fluctuante” respaldo institucional recibido por el proyecto, según denuncian.

“Hay muchas razones que nos llevan a cerrar el festival. No logra ser reconocido institucionalmente de una manera un poco más seria. Tenemos apoyos estatales, pero se mendigan año a año. Es ridículo y agotador”, lamenta Baró. El apoyo ha provenido en estos años de Proteatro, el programa porteño de Mecenazgo, el Fondo Metropolitano de las Artes y el Instituto Nacional del Teatro. “Pensamos en la opción de pasar el mando a jóvenes, pero no tenemos un trabajo para ofrecerles: sería invitarlos a remar en dulce de leche. Se intentó que se vuelva un festival latinoamericano, pero tampoco conseguimos apoyo ni escucha”, dicen. Tienen la intención de, en un tiempo, “dejar el copyleft de cómo se hizo esto”, una suerte de manual de gestión. “Desde que avisamos que el festival se cierra recibimos cataratas de amor, por mail, whats app y en persona. Es emocionante. El Porvenir representa a nuestra generación. Queremos dejar el espacio libre para los jóvenes de hoy; dejar el agujero para que alguien necesite cerrarlo. Que aparezca algo bueno pensado por gente de menos de 30. Estamos enamoradas. El Porvenir fue una fiesta. Lo hicimos con mucha felicidad”, concluyen las cuatro amigas, que se llevan como recuerdo un ejemplo de grupalidad, fraternidad, autogestión y experimentación. Y que, además, han dejado huella.