La librería en la que yo trabajaba en ese tiempo estaba en el número 950 de la Peatonal Córdoba. En un atardecer entró un señor mayor y, con gesto resuelto, me espetó a mí, que estaba cerca de la puerta: --¿Tiene algún libro de Juan Ritsos?

Lo delató un acento marcadamente extranjero; era, por lo que recuerdo, robusto, bien vestido y entrado en años, pero dueño de un señorío muy europeo.

En una mesa cercana, estaba la pilita del poema “La ventana”, que la gente de Lagrimal Trifurca había editado en forma de libro, traducido por Juan Laurentino Ortiz, con un prólogo de Elvio Gandolfo y unos hermosos collages en la tapa, obra e industria del poeta Hugo Diz.

Se lo ofrecí diciéndole que era —y en verdad lo era— la primera traducción hecha al castellano. Transitábamos uno de los pocos años democráticos de aquel tiempo: 1973. Hermosísimo año para todos nosotros.

El volumen era pequeño, y una joyita editorial, y con todo orgullo le digo: “es la mejor editorial de poesía del país”.

Sin hacer caso a mi argumento de venta, me pregunta: “¿y a quién pidieron permiso para editarlo?”

Caí en cuenta rápidamente de que mi entusiasmo me había metido sin querer en un brete, pero a quién se le podía ocurrir una cosa así.

Puse mucho empeño en defender aquello de lo que yo estaba convencido.

–-Señor –le digo– quien tradujo del francés este poema es un gran poeta al que todos respetamos y él vive en una ciudad cercana donde vamos a escuchar las lecturas que nos hace de los poemas de Ritsos, a quien nos hizo conocer.

El gran poeta griego había sido preso político de lo que se llamó “la dictadura de los coroneles”. Después de décadas, la solidaridad internacional lo puso de nuevo en libertad y fue candidato al premio Nobel.

–-Por Ortiz, hemos conocido a uno de los más grandes poetas vivos, y en cuanto a los editores, son un grupo de bohemios que aman la poesía.

–-Haber empezado por ahí, mi amigo – me dice el señor con una carcajada – si son bohemios, son buena gente.

Entonces, se da a conocer: era griego y su hermano era amigo de Juan Ritsos, como lo llamaba él, y además era uno de los dueños del bar El Cairo.

–-Véngase esta noche a tomar un café. Yo vivo en Buenos Aires y vengo los lunes.

Así fue. Al cerrar la librería, me fui hasta El Cairo y pregunté por él. Me invitó a una mesa y conversamos. Al parecer, el hermano de este hombre, el amigo de Ritsos, también era poeta. Pasado un rato, llamó al encargado y me lo presentó, aunque ya nos conocíamos porque yo iba mucho por ahí.

–-Cuando venga este joven, no le cobre el café – le ordenó. –-Es mi invitado.

Así fue como tomé unos cuantos cafés gratis en El Cairo, hasta que un día no lo vi más y me dijeron que era uno de los socios, pero el bar había cambiado de dueño. Entonces seguí yendo, pero tuve que pagar.

La mesa de los galanes que inventó el querido Negro Fontanarrosa era todavía un sueño que no se le había ocurrido, porque él, como todos nosotros, tomaba el café en el bar Odeón, que era el bar de moda en ese tiempo. Estaba en la esquina de Mitre y Santa Fe; en esa ochava hoy hay un banco.

El gran poeta que vivía a la vera del gran río, conocía a Ritsos desde la época en que sus poemas se publicaban en la Nueva Revista Francesa, que es donde se hace conocer. Y Juanele estaba abonado desde la época en que estaba dirigida por Sartre, es decir, en la época de la Resistencia.

Nos comenzamos a interesar por los poemas que él iba traduciendo. Un día nos habló de un largo poema que se llamaba “La cárcel y las mujeres”, y creo recordar que su tema era el de la guerra. Lo seguí muchos años para conseguir una copia. Hasta que la oportunidad se dio. Yo iba mucho a Paraná en ese tiempo, allí estaban mis amigos los Volpe; Adolfo, el mayor, se había casado con una compañera de la facultad. El papá de Adolfo tenía un campito y un día observo fascinado un grupo importante de cañas de Indias. Pronto cortamos unas cuantas, como 50, y las metimos en el baúl de su Citroën. Al otro día, nos aparecimos en la casa del poeta. Yo había observado que usaba unas cañas de Indias para fabricarse unas boquillas alargadas. Cualquiera podía verlo. Son famosas las fotos con ese tipo de adminículo. Cuando empezamos a bajar las cañas, el viejo poeta no daba con su entusiasmo. Entonces, arteramente, le arrancamos las carpetas con los poemas, cuya ubicación conocíamos, y nos fuimos hasta los Tribunales donde funcionaba la única fotocopiadora de Paraná.

No pudimos publicar ese largo poema, porque nuestra revista dejó de salir. Y cuando los muchachos del Diario de Poesía en los ochenta me pidieron material de Ortiz, se los alcancé y salió en un dossier del primer número.

El griego me había dado la dirección de Ritsos, que ya estaba libre y vivía en Atenas. Le envié el libro editado por Lagrimal Trifurca y le escribí explicándole todo. Me envió un paquete con cinco libros en su versión griega y francesa: uno dedicado a Ortiz, otro a mí. A los tres restantes, los regalé; uno a Elvio que tradujo y difundió por varios países. Nosotros le publicamos un largo poema, Greciedad, que tradujo Alejandro Pidello, y publicamos también una hermosa foto de Ritsos a toda página, que está en nuestro último número de la revista La Cachimba.

Así fue como en un arrabal del mundo, nosotros, diez años antes que los mexicanos y veinte antes que los españoles, nos dimos el gran gusto de traducir a Ritsos y hacerlo conocer.

Así fue, creo, como sucedieron las cosas.