La vida de Max Weber coincidió con la del II Reich alemán (1871-1918), y su obra es inescindible de esas décadas en las que Alemania se constituyó en una nación moderna. 

Por un lado, porque en el marco de abruptas transformaciones económicas y culturales, la irrupción de la Modernidad impulsó a Weber a interrogarse por las características del individuo que habita esta sociedad, por su conducta de vida, radicalmente distinta de la de quienes poblaban las sociedades tradicionales. Por otro, porque fue en las luchas abiertas con la derrota alemana en la Gran Guerra  y la consecuente caída del Imperio -mientras en Rusia se imponía la Revolución Bolchevique, con importantes secuelas en Alemania- que Weber participó activamente en la política de su país y es en ese período en el que sus intervenciones iluminan aspectos esenciales de las instituciones propias de las modernas democracias de masas. No sin cierta arbitrariedad, quiero detenerme en estos dos aspectos como posible, aunque no excluyente, respuesta a por qué seguir interpelando al legado weberiano.

En cuanto al análisis del individuo moderno, el primer interés de Weber residió en investigar qué aspectos por fuera de los económicos –a los que atribuía enorme importancia- permitieron el surgimiento de una conducta de vida que privilegiaba  el enriquecimiento capitalista a través de empresas que persiguen una ganancia sostenida y mediante el cálculo contable. 

La investigación sobre los orígenes de este comportamiento lo condujo a las éticas religiosas, dada la determinante influencia que éstas habían ejercido, en el pasado, sobre la conducta. En esa primer etapa, Weber se centró en el protestantismo, cuya ética tuvo una fuerte afinidad con el modo de conducirse del capitalista moderno, iluminando así aspectos decisivos de la Modernidad. Este primer hallazgo histórico fue, sin embargo, sólo el comienzo de una descomunal  investigación sobre las diferentes racionalidades impulsadas por las grandes religiones, y cómo éstas se articularon con las condiciones económicas, políticas y sociales en cada civilización para desarrollar diferentes conductas económicas. 

Es con esta exploración, en clave comparativa, que Weber pudo ahondar en la singularidad cultural del moderno Occidente. Si, como él afirmaba, la Modernidad no podía ser comprendida sin la obra de Marx y de Nietzsche, hoy debemos decir que tampoco es inteligible sin sus aportes a entender la racionalidad que impregna cada una de las distintas esferas en las que se desarrollan nuestras vidas. Su perspectiva lo condujo a un fuerte pesimismo cultural, por el cual vislumbraba un futuro de individuos crecientemente deshumanizados, mecanizados, contra el que poco se podía hacer.

Aún cuando no pueda torcer el destino de nuestra época, la política era para Weber uno de los ámbitos en los que se debe intervenir para tratar de salvar un resto de libertad. Armado de un sólido aparato conceptual –su sociología de la dominación-, en sus últimos años se convirtió en un importante referente en la convulsionada situación política alemana. 

Defendió diferentes propuestas de salida institucional a la Alemania pos-imperial, y en éstas dejó importantes reflexiones sobre la política en las democracias modernas. Su escepticismo sobre los partidos políticos y sobre los modestos alcances de la democracia en general, parecen interpelar más a nuestra época que a la suya. La política como lucha por cargos y prebendas, más que por ideales y convicciones, es un retrato de una actualidad aterradora.

Aunque sus aportes pueden situarse en diferentes campos -economía, historia, derecho, ciencia política, filosofía de las ciencias y sociología-, Max Weber fue, sobre todo, un intérprete de nuestra época, de su cultura, su ciencia, su política. Seguramente es en ese camino en el que puede hallarse una respuesta a la pregunta que lleva por título este breve aporte.