Valeria Lois y Lorena Vega son actrices en un gran momento. Quien las haya visto en acción conoce, además, su intensidad, su aura, el dominio de la escena del que son capaces, y ansiará verlas juntas –como ya lo han estado: son viejas amigas, de un pasado teatral común en Grupo Sanguíneo–. Ambas vienen de brillar en unipersonales. Lois llevó a la televisión y al teatro comercial toda su calidad fundada en el off; Vega ha sido convocada en los últimos tiempos por directores como Mauricio Kartun y Guillermo Cacace, y protagonizó el suceso Todo tendría sentido si no existiera la muerte (2017). Por estas razones muchos esperan el estreno de La vida extraordinaria. También porque el autor y director no es otro que el de aquel suceso de público, Mariano Tenconi Blanco.

Cuando se combinan consolidación y reconocimiento a lo mejor sea posible perder la frescura. Pero Vega y Lois aman lo que hacen, se hicieron actrices en el ámbito independiente y continúan buscando riesgos. Yo, Encarnación Ezcurra (2017) y La mujer puerca (2012), unipersonales por los que fueron premiadas, afianzaron sus trayectorias. Lois ha sido dirigida por Daniel Veronese, Gustavo Tarrío, Lisandro Rodríguez, Mariano Pensotti, Ciro Zorzoli. En televisión participó en comedias como Guapas y Silencios de familia. El pasado fue un gran año para Vega, que encabezó Todo tendría sentido..., y encaró su unipersonal y su primer protagónico en cine en El año del león, de Mercedes Laborde. Ha trabajado con Kartun, Alejandro Catalán, Matías Feldman y Santiago Gobernori, entre otros importantes directores. 

En La vida extraordinaria, que estrena hoy en la sala Orestes Caviglia del Teatro Nacional Cervantes, Tenconi Blanco –de los más destacados de su generación– potencia la búsqueda que inició en Todo tendría sentido...: un teatro al borde de la narrativa. Este melodrama retrata una amistad de 40 años, la de Blanca y Aurora, con procedimientos escénicos que incluyen escenas y monólogos, pero también cartas, diarios, poesía, textos en primera persona y hasta un narrador (la voz en off es de Cecilia Roth). La literatura salta al escenario, y esto –anticipan las actrices– representó un trabajo técnicamente muy riguroso. Pero también está el orden de lo sensible: a Lois y Vega les toca ponerse en la piel de dos mujeres con vidas “inmensas y baldías”, como cualquier otra, en palabras del autor. Van y vienen en el tiempo y aparecen padres, madres, hijos, amores, desamores, nacimientos, enfermedades, muertes, dolores y alegrías. La vida misma. El principio y el fin, de la vida y del mundo (“es un sueño maravilloso la idea de poder ir al teatro y ver una vida completa”, escribió el director). El espectáculo es un homenaje a Ushuaia, la amistad entre mujeres y la literatura. Tenconi es un apasionado lector, sobre todo de novelas, y sus criaturas también lo son.  

Blanca y Aurora abrazan la poesía. Hallan en la ficción la posibilidad de reponerse ante cualquier suceso. Lo mismo busca el autor, que situó en los ochenta a su obra anterior para volver a un tiempo en que su abuela todavía vivía. La vida extraordinaria recibió el primer premio en el 18° Concurso Nacional de Obras de Teatro del Instituto Nacional del Teatro. Aparte de que feminiza la amistad entre Fierro y Cruz (apellidos de los personajes), hay citas y alusiones a textos de Sarmiento, Hernández, Borges, Storni, Giannuzzi, Madariaga, Pizarnik, Arlt, Piglia, Saer, Sara Gallardo, Copi y Aira. El diseño audiovisual es de Agustina San Martín, la música, de Ian Shifres; la coreografía, de Jazmín Titiunik; la iluminación, de Matías Sendón; el vestuario, de Magda Banach y la escenografía, de Ariel Vaccaro. Continuará de jueves a domingos a las 21 en Libertad 815. 

Inspiradas en actrices de la época de oro de Hollywood y en Urdapilleta y Tortonese, escapando al abordaje literal del material e interactuando en sonidos y equilibrios, Lois y Vega se reencuentran 20 años después de su primera obra juntas y tras una década en las que sólo las unió la amistad. Convivieron nueve años en el Grupo Sanguíneo, hasta fines de 2007, junto a Juan Pablo Garaventa. En ese marco trabajaron con Tarrío e invitaron a Martín Piroyansky cuando todavía era un preadolescente. De esta compañía surgieron tres obras destacadas: Capítulo XV, Afuera y Kuala lumpur. “En algún momento de todos estos años habíamos hablado de volver a hacer algo. Una vez te propuse algo en el auto y un poco me lo rebotaste”, reprocha Vega a su amiga. “Me acuerdo vagamente”, responde Lois. Ambas se ríen. Reconocen “la presión” que les genera el reencuentro, aunque se asumen tranquilas.

–¿Cómo fue el proceso de trabajo?

Lorena Vega: –Fue muy intenso por el ritmo que propone la estructura dentro del teatro y porque somos dos actrices para contar un arco muy grande de cosas, con un procedimiento que pone mucho el foco en la actuación. Fue un trabajo de laboratorio, íntimo. Trabajamos en el teatro dos meses, todos los días, pero veníamos haciéndolo por fuera. Es una obra de mucho texto y procedimiento; así que trabajamos con el beneficio y la ayuda de la estructura del teatro pero con la dinámica del off. Delicados, concentrados, pensando el material. Mariano tenía un material que leído es extenso, bello y muy interesante, pero que llevado al escenario debió ser modificado. Con los cuerpos ahí pasan otras cosas. Fue un proceso de mucha escucha.

Valeria Lois: –Y tuvo el tono y el ritmo para que se nos arme la obra en tiempo y forma. Uno ve esa cantidad de texto y lugares por los que tenemos que pasar y eso necesita de tiempo. De una comprensión emocional y física. Era un trabajo que necesitaba expandirse.

–Como en Todo tendría sentido..., la muerte ocupa el centro de la escena.

L. V.: –Son obras distintas. Pero estuvo presente el rebote, la referencia. Operó en mí inconscientemente. La muerte es un tema muy recurrente. En mi unipersonal, asistís a las últimas horas de vida de mi personaje. En el transcurso de los ensayos de La vida..., en mi familia hubo una pérdida. Murió un primo mío, joven, de un paro cardíaco, después de un partido de fútbol. La persona más buena de la familia. Maestro de frontera, daba clases a los wichi. El funeral fue de cinco cuadras de cola, con todo el pueblo. Tenía unos hijos hermosos. Cuando actúo, en los momentos más críticos de la obra, a veces eso me da vueltas. La obra abarca un lapso de vida completo: es la amistad de ellas desde chiquitas hasta grandes. En el medio pierden y conocen gente. Siempre los materiales están vinculados a la existencia, pero algunos quizás de otro modo. Acá hay una analogía muy directa con el tránsito de la vida.

V. L.: –Y con la muerte. Nos empezamos a dar cuenta de que estamos grandes a medida que vamos perdiendo gente alrededor. Ya sos el adulto que va al velorio (risas). La obra es fuerte e intensa. En algún momento nos preguntábamos cómo iba a ser hacerse presente con pérdidas cercanas, y a Lore justo le pasó.

–¿Y cómo puede conectar esto con la carga propia que los espectadores traigan?

L. V.: –Con la obra anterior pasó algo que tomamos como modelo. Una amiga dijo que vino su tía, que estaba teniendo una agonía por una enfermedad que de a poco iba avanzando, y que algo de la obra la renovó. La muerte nos pasa a todos: es parte de este recorrido. Occidentalmente tenemos cierta relación con ella; te reís un poco de eso también. 

V. L.: –La muerte a todos nos da miedo. Ni bien nos conectamos con algo de ella decimos “no lo quiero ni pensar”. Esta obra la acerca y la deja en un lugar más iluminado. Tiene amor. Ellas son casi incondicionales únicamente entre ellas. 

L. V.: –Y se reinventan. Van pasando por todos esos momentos y van saliendo. Siguen adelante. La literatura está presente como un camino de sanación, salvación, escape, de realidad más allá de la realidad. Para nosotras es claro que la ficción conduce un montón de cosas en la vida. El que consume teatro sabe que ir al teatro te puede modificar el día. Que es un encuentro, un cambio de energía.

–¿La actuación también es un camino de sanación y salvación?

V. L: –Sí, casi de una manera enloquecedora. Cuando una actúa, todo lo otro pasa a otro plano. Ensayar y entrenar es un momento; estar con el público es otro estadio. Hay una enorme cantidad de anécdotas: que se te pasa la tos, por ejemplo. Absorbés algo de eso para tramitar la tristeza, tal dolor o tal angustia. Desde chica me pasa: la sensación de que me fui de mi vida, los problemas, los bolonquis. Eso sigue pasando.

L. V.: –Es central. Me acuerdo del primer día de teatro: una cosa que me impactó es cómo pude en dos horas olvidarme de todo. Como si me hubiesen apretado un botón. Estaba en otro planeta y después volvía. Y es verdad que cuando viene la gente pasa otra cosa. Se pone más poderoso, empieza a emerger algo que no controlás, pero que es mejor. 

–¿El de La vida... fue un trabajo fuerte en términos de las emociones?

V. L: –Sí, y sobre lo imperfecto. Quizá hay un riesgo que tiene la profesión: un miedo o falta de ganas de meterse en los lugares más patéticos o imperfectos de los personajes. La parte más miserable que puede tener la actuación. Me parece que en eso estamos bastante juntas. Esta cosa de los personajes de reinventarse, de no quedarse cuestionando algo de lo hecho, no culparse... Hay muchas cosas en la vida sin explicación. Dentro de la belleza y de la corrección de este texto, hay algo de imperfección, de mujeres que hicieron lo que pudieron y volantearon. Está bueno para actuarlo. Y hay que hacer medio un zafarrancho. La intensidad va por ahí: yo me mando a esto como chancho a la batata. Me entrego a lo que hay que sentir ahora, sin hacerme tantas preguntas de si está bien o mal.

–La obra transita por situaciones o preguntas que pueden ser comunes a cualquier mujer. ¿Trabajaron con sus autobiografías?

V. L.: –Aurora está casada con un tipo al que no quiere. Eso me resulta totalmente desconocido, lo que es ser una mujer que vive en desacuerdo con lo que está viviendo. Es un material divino, porque no tiene nada que ver con cómo nosotras elegimos vivir. Ser madre es algo que es en mi vida todo el tiempo. Una no puede abandonar nunca esa relación. Ese canal, ese cable, esa conexión. Y quizá, en la obra, está en un lugar un poco más frío. Quizás es una sensación mía. Lo femenino está acomodado en otros lugares en relación a los que yo lo tengo acomodado. Aurora es un personaje de otra naturaleza para pensarse.

L. V.: –No sé si suelo recurrir a cosas de la autobiografía; sí están en operación. En Todo tendría... homenajeé a mi mamá. Acá siento que hay elementos que resuenan, historias que me inspiraron. Una especie de atmósfera vinculada. Como cuando se habla de mujeres que venían del interior a la capital. La mamá de Blanca dejó Salta para vivir en Buenos Aires; mi mamá vino de Formosa. Y sin dudas, al estar más grandes tenemos otra lectura en relación a la muerte: desde que fui mamá se me presentó de otra manera, por no querer que llegue. Por el temor a todas las cosas que a una se le pueden ocurrir cuidando a un hijo. O porque perdí a mi papá muy cerca del parto. La obra habla de esos temas que tengo cerca, me conmueven y hay un rebote de tener una experiencia sobre eso, pero no es un camino consciente para traer eso como material de trabajo. Hay que estar técnico, rápido y preciso. Estoy cómoda con Valeria. Si ella pisa fuerte en tal cosa, yo voy a hacer más bajo tal cosa, si ella acá descansa yo voy a salir... es un esquema en el que juega una y después la otra, y en algún momento jugamos juntas. Hay muchos solos de cada una. 

–¿La amistad colaboró?

L. V.: –Ayudó. Era un desafío cómo íbamos a ir juntas con este laburo, con ganas de estar juntas pero a la vez reencontrándonos distintas. Mientras no estuvimos trabajando pero sí cerca como amigas, hubo mucho intercambio. Nos podemos decir cualquier cosa. Salimos ilesas de la etapa de ensayos. Nos hemos podido decir cosas que quizás en otro momento hubiera sido más difícil. Ni hablar cuando una puede elogiar... pero cuando tenés dudas es más problemático, y lo pudimos hacer.

V. L.: –Fue todo muy tranquilo. En nuestros caminos, a las dos nos pasaron un montón de cosas que nos afirmaron. Estamos en un lugar al que queríamos llegar. Y eso no es fácil. Puede no pasar. Cuando tenés la confirmación interna que te da el sentirte bien, el encuentro con el otro no tiene quilombo. Somos de la misma cepa. Tuvimos un momento confesional, en una escena: “me encanta lo que vos estás haciendo”. 

L. V.: –Estábamos dudando de una escena, y entonces yo decía “no la encuentro, no me sale”. Y pensaba que lo que estaba haciendo ella estaba bien. Y ella decía “a mí me pasa al revés”.

V. L.: –Parecía tonto y ridículo. Pero era real. Es la cuota justa de ambición y de humildad. De saber que esto, para las dos, es capital. Ninguna de las dos tiene nada que perder sino más bien una sensación grata de lo que va a pasar. Mariano fue muy cuidadoso con las dos. Quizás con el director se puede cocinar otra cosa, más complicada. La mirada del afuera puede intervenir para bien o para mal. 

–¿La trayectoria va disolviendo el ego y la competencia?

L. V.: –La coreógrafa no sabía que éramos amigas de tanto tiempo. Cuando lo escuchó, yo le dije: “No se nota, ¿no? Somos como un matrimonio estancado”. Y me contestó: “¡Ahora entiendo la tranquilidad!”. Teníamos la intención de que estuviera bueno y lo pudimos llevar adelante. Hay cosas que a veces no podés dominar, en un momento que te atraviesa algo y estás raro. Por ejemplo, te va a salir un laburo, no te salió y eso te cruza. De la época en que nos conocimos sí tenemos escándalos lindos. ¡Nos matábamos!

V.  L.: –Eramos más chicas. Me encanta la película Vaquero: está esa cosa del actor, de que se ríen de otro y no de mí, o te dicen “che, ¡qué bien que está tu amiga!”. Esas cosas que en algún momento son un taladro percutor en el ego. Cuando éramos más chicas estábamos más pendientes de quién nos iba a querer o a elegir, de si éramos mejores. Cuando una se pone más grande, entiende todo de otra manera. El actor siempre está pendiente de la mirada del otro, pero ahora quizá mucho menos o de otra manera.