¿Cómo habla una mujer? ¿Y una lesbiana? ¿Cómo se les permite hablar? Durante siglos la batalla fue por la posibilidad de tomar la palabra públicamente, pero a esta altura de la historia y cuando las mujeres y lesbianas, en distintos ámbitos, pueden hablar ante audiencias, ya sea el aula, el Congreso o los medios de comunicación (para no hablar de que tuvimos una mujer presidenta), el foco se desplazó. Lo importante ahora no es tanto si se puede o no se puede hablar sino pensar con qué mecanismos se valida la palabra de una mujer, y bajo qué condiciones accede a la posibilidad de expresarse en modo público. Sobre todo porque hasta estos últimos años, la línea divisoria entre lo que se podía decir en público y lo que debía reservarse a la más estricta intimidad se cuestionó desde distintos frentes, en parte debido a las denuncias de abuso. No hace tanto tiempo que entendimos que lo que nos enseñaron como intimidad era en realidad una imposición externa, una manera de callarnos. Y que podíamos hablar siempre que se entendiera que era la palabra de una mujer, volátil, impulsiva, de menor valor, lo que se ponía en juego.

Algo de todo eso revuelve Hannah Gadsby con Nanette, su show de stand-up que estrenó Netflix hace unas semanas y está en boca de todxs. Gadsby, una comediante lesbiana de cuarenta años que nació en Tasmania, es poco conocida masivamente a pesar de que lleva más de diez años de carrera, pero le bastó una hora de pararse frente a una audiencia en la Sydney Opera House para pasar a la historia -o al menos esta historia efímera que hoy por hoy marcan las tendencias-. Si el espectáculo de Hannah Gadsby es bueno o no es bastante secundario, sobre todo porque no es posible del todo juzgar con los parámetros usados para evaluar la comedia de stand-up a un show que se plantea explícitamente como una subversión de las reglas del género. Pero lo cierto es que es fascinante desde el punto de vista retórico entendido como una palabra ligada a un cuerpo, un tono, una voz: vestida con un pantalón y un blazer, de pelo corto, gorda y representando, como bien dice ella, una imagen de mujer incorrecta, Gadsby despliega, en tonos que van del humor cómplice a la seriedad extrema habitualmente reservada al discurso político, pasando por la bronca y la denuncia, un recorrido por los modos en que se construyen los relatos en nuestra cultura. En primer lugar los relatos de vida -especialmente cuando se enfocan desde la comedia, y por lo tanto omiten y soslayan todo lo que cortaría la risa- y luego los grandes relatos que organizan nuestra visión de la historia en procesos llevados adelante por genios, personalidades destacadas, que son invariablemente varones blancos y heterosexuales (los reyes de la humanidad, se ríe Gadsby). Ellos son asertivos, heroicos, siempre autorizados a hablar; a lxs demás nos toca el tono bajo, la autohumillación, la pura subjetividad o la risa.

No es que Gadsby esté inventado la pólvora: tomados por separado, los elementos que intervienen en su presentación existen hace tiempo. Ella no es la primera que se pone confesional haciendo stand-up ni la primera que se enoja (de hecho hay toda una tradición, como comenta ella, de angry stand-up dominada por varones). Tampoco es la primera que se pone autorreflexiva o deconstruye el modo en que se produce humor. Pero hay algo muy potente en el conjunto que propone Nanette y en el hecho de que se trate de una lesbiana enojada, que exige ser tomada en serio. Gadsby no solo se pone seria sino que enseña y explica sin pedir permiso ni disculpas; hasta dice, con todas las letras, que entiende bastante bien el mundo y tiene mucho para enseñar. Algo de todo eso atravesó la barrera de lo que hasta ahora se había dicho y mostrado, y quizás ahí resida el secreto de la fascinación de Nanette. La fuerza que Hannah Gadsby dice tener como persona que se recuperó y resistió la violencia no se percibe solo como jactancia sino que se transmite al público, vibra en su manera de hablar. Y quizás es esa imagen de la fuerza -nueva, sin dudas- lo que fascina.