Cuando el pasado mes Donald Trump arribó a Gran Bretaña en visita oficial, decenas de miles de ingleses lo recibieron con ocurrentes carteles, sardónicos disfraces, irreverentes cánticos, amén de dejar claro su total y absoluto repudio al presidente estadounidense. Tantísima mejor acogida, empero, tuvo el Bebé Trump, vedette absoluta de las protestas brit: gordinflón muñeco inflable de ceño fruncido y manos pequeñas, que vistiendo pañal y sosteniendo su smartphone (para tuitear horrores, sobra la aclaración), voló sobre Parliament Square “para que el mandatario norteamericano sepa que toda Gran Bretaña lo desprecia y se ríe de él”. Palabras de sus creadores, un grupo de amigotes que se llaman a sí mismos “los niñeros de Donald”, entre los que se encuentra el diseñador Matthew Bonner, que pergeñó la comentada creación de seis metros de altura. Creación que, según confirma The New York Times, está en el centro de una pulseada entre museos, que se baten en simbólico duelo por sumar al ya legendario bebote a sus colecciones. “El Museo Británico lo quiere. El Museo de Londres también. Y lo mismo ocurre con el Instituto Bishopsgate, que maneja un enjundioso archivo de la historia de la protesta”, afirma la mentada publicación, y suma que otras reputadas galerías londinenses también están evaluando su adquisición. Algunos, como el Design Museum, reconocen su valor como “reflejo del papel cambiante del diseño en la expresión política”, pero se han bajado de la carrera por no tener suficiente espacio para desplegar al inflable en toda su gloria. Mientras, activistas norteamericanos han pedido a los babysitters que les presten el adminículo y así hacerlo sobrevolar por Estados Unidos. Sus dueños están aún evaluando propuestas, incluso barajan la posibilidad de liberar el diseño del muñeco para que militantes del globo puedan inflar su propio Bebé Trump. Como sea, evidente es que tendrá larga vida el inflable, para enojo del verdadero gruñón, detestado señor Donald.