En la muñeca derecha, Lykke Li tiene tatuadas tres pequeñas líneas horizontales, una debajo de la otra. Representan un contrato por tres discos, que firmó con Atlantic cuando tenía 21 años. Si piensa en su estado de ánimo entonces, la descripción es: “Una mujer rota, perdida, sin hogar”. Esos tres discos, creía, la iban a “liberar”. Se planteó el proyecto como una trilogía, donde quedaran documentados sus 20. En 2014, la cerró con temas lentos, angustiosos, y el título I Never Learn (“nunca aprendo”). En la portada viste un velo negro y campera de cuero; posa con las manos en el pecho y expresión doliente, algo maléfica. El disco es de amor: dedicado a su última separación. Lykke Li no pudo completar ese tour: canceló Australia y dijo que no a salir de gira como telonera de Rihanna porque se había agotado. Punto. El estrés de una cantante indie no es noticia, aunque su ritmo de vida sea igual al de una estrella –en cuanto a viajes, conciertos, fiestas, ropa increíble, y todo lo que deben traer esas existencias maravillosas–: la diferencia es de personalidad. Tal vez era demasiado sensible e introvertida como para disfrutar la profesión, pensó en ese momento: “Lo único que quería era dormir”.

Cuando cerró la trilogía, tampoco había resuelto el tema de su vida: el hogar, dónde es. “Tengo bolsos por todo el mundo, que seguro no vuelva a ver”, decía desde Los Ángeles. Sus padres, artistas de música y fotografía, la criaron para ser “lo menos sueca posible”, sin televisión, entre Estocolmo y una montaña en Portugal, con temporadas en Marruecos, India y Nepal. Es la del medio de tres hermanos. Estudió danza hasta los 15, que cambió por canto, a pesar de la voz pequeña y dulzona, que “no suena como lo que tengo adentro”, según ella. Estuvo en Nueva York durante su más reciente esplendor musical –la era de los neuróticos digitales enamorados de los pedales y teclados vintage–. Pero su debut, Youth Novels (2008), no tiene mucho que ver con ese sonido. Es puntilloso, delicado en sus percusiones, discretamente exótico, y ella canta, siempre en inglés, sobre sentirse bien en soledad, o tal vez estar “un poquito enamorada”, y habla del amor como una costa: su orilla. “No soporto ese disco, es muy malo”, declaró después.

Wounded Rhymes, de 2011, ya tiene otra densidad: un tono hosco, psicodélico, todavía juvenil. Lo hizo con instrumentos clásicos y el mismo productor sueco (Björn Yttling), pero es música claramente menos genérica. Y las letras son más simples y dicen más: llegan a definir su peculiar forma de sentir. Cuando canta “Sadness Is A Blessing” y coloca a la tristeza como algo bueno, una compañía, la prueba de que se vive con honestidad. Ahí está, digamos, su hit: la hermosa “I Follow Rivers”, que nunca terminó de identificarla porque fue demasiado exitoso el remix de The Magician. En versión DJ, el tema se fue de contexto, primero sonando en las pistas, después en La vida de Adèle: una vez que se registró a Adele bailando en su cumpleaños “I Follow Rivers” es difícil no asociar para siempre. “Te sigo a las aguas profundas”, era el estribillo. 

Nada se sabe de la vida íntima de una cantante indie, pero en la película Song to song de Terrence Malick, Lykke Li actúa de sí misma y la escena presentada, aunque glamorosa, es una separación. “Sentí cada palabra, lo viví, lo sufrí”, dijo de I Never Learn, la tercera línea del tatuaje, el disco abatido que la liberó y también la dejó sin contrato. Al final del proceso, que ella sintió como “atravesar la verdad”, decía sentirse más feliz que nunca, y también, a los 28, rejuvenecida. “Quiero vivir una vida simple”, decía antes de tocar en el festival Glastobury de Inglaterra. Y describió: una casa en el campo, hijos y muchos instrumentos. Bastante convencional, apuntó el periodista de The Telegraph. “No sería convencional, dijo ella: “Sería mágico”.

Un año después, en Los Ángeles, esperaba su primer hijo con Jeff Bhasker, un productor de ascendencia india, colaborador de Kanye West. Con él, en el núcleo mismo del circuito mainstream, un poco se sentía la mujer embarazada del chico top (productor del año en los Grammy 2016). Y también: “Escuchaba los discos de Frank Ocean o Beyoncé y pensaba ‘nunca voy a poder hacer algo así, estoy acabada’”. Siguiéndola de cerca, se supo que invirtió en una empresa de mezcal artesanal en Oaxaca, que emplea solo mujeres. Vogue cubrió la presentación: un festejo elegante sport en su casa de Los Feliz con invitadas Lady Gaga y Lana Del Rey. “Pero yo no soy nadie, no soy famosa”, dice ella.

Ahora, a cuatro años de la trilogía, lanzó por Sony So Sad So Sexy, el disco post 30, cuando la vida “pegó de verdad”. Al poco tiempo de nacer su hijo Dion, la madre enfermó de cáncer y quiso atravesarlo en Suecia. Antes de morir, le dijo: “Lykke, esto es lo importante”, por la casa, la familia y los amigos. Para ella siempre había sido un país demasiado algo –frío, pequeño, aburrido–: “Ahora extraño mucho Suecia”, dice. 

El nuevo álbum es una sorpresa porque suena como todo el pop rapero que está de moda. Ella, sirena aislada, acá es una más en adoptar los beats adictivos del trap, con los estribillos infecciosos que esa música supone. Un fan se quejaba en YouTube cuando salió el primer corte, “Deep End”, porque cómo se iba a deprimir con música tan arriba. No es para tanto, tampoco. El video es una filmación con celular en vertical de una noche personal: crudo y sexy. Jeff Bhasker fue productor en el disco: el que dijo basta de reverb, que empiece a cantar. “Salía llorando del estudio todos los días, le hicimos el show a todos. Mi nuevo manager dice que fuimos los más locos, y es manager de Courtney Love”, cuenta ella en The Guardian.

Pero So Sad So Sexy no fue un asunto de pareja –las letras sí lo son–. La dinámica de trabajo esta vez fue al modo LA, de varios acreditados en cada canción: “Como pintar un cuadro”, dice. Participaron, entre otros, Malay (Frank Ocean, Lorde), T-Minus (Drake, Nicki Minaj) y hasta Skrillex. Y nada suena forzado y sin identidad: es simplemente ella misma, con sus padecimientos, un poco más abierta (“sexo, dinero, que mueran los sentimientos”) en un entorno sonoro menos demandante. Fue claramente inspirador el ambiente rapero. Hoy que su vida es objetivamente compleja, dice, empezó a pensar positivo: “Como nunca, siendo que antes tenía una vida muy buena”. Y tiene ganas de fluir, trabajar rápido, hacer algo y sacarlo: “Ésta es definitivamente esa era”.