En su juventud, la prestigiosa psicoanalista francesa Janine Puget fue secretaria de Enrique Pichon-Rivière en una clínica de Buenos Aires. Todavía faltaba tiempo para que esta analista y médica (no se especializó en Psiquiatría) se convirtiera en una de las voces más lúcidas del psicoanálisis contemporáneo y en uno de los máximos referentes de la terapia vincular. “El tenía una clínica en la calle Copérnico que necesitaba una secretaria y entonces trabajé allí. Y lo de secretaria era especial porque había que recibir a los pacientes, hacer la historia clínica, traducir artículos del inglés, participar de los ateneos”, recuerda Puget, que hizo buena parte de su obra en la Argentina, aunque es motivo de consulta entre los investigadores de todo el mundo. “Además, los jóvenes médicos de ese momento eran amigos míos. Entonces, había un clima muy especial. Recién ahí decidí hacer una reválida de mi bachillerato porque soy francesa.” Antes que en su profesión, Pichon-Rivière influyó más en su manera de concebir la vida “por ese enfoque muy especial y muy amplio que él tenía”, recuerda Puget, quien el sábado recibirá el Premio Dr. Honoris Causa de la Facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires. Previamente, mañana participará de unas jornadas profesionales (ver aparte).

Autora de numerosos libros como, por ejemplo, Lo vincular: clínica y técnica psicoanalítica (escrito a cuatro manos con Isidoro Berenstein) y Subjetivación discontinua y psicoanálisis. Incertidumbre y certezas (Lugar Editorial), Puget se especializó en terapias de grupo y luego de pareja y familias y creó una importante elaboración teórica al respecto. “Una preocupación que teníamos en aquel momento era que el psicoanálisis era individual. Era un dispositivo para gente económicamente pudiente. Y había toda una franja de personas que no podían tener acceso. Con personas muy interesantes teníamos un grupo de estudio para ver qué pasaba con los grupos; es decir, que accedieran más personas a la posibilidad terapéutica. De entrada me formé en el psicoanálisis individual y lo que en ese momento se llamaba ‘de grupo’ que, a lo largo de los años lo fuimos llamando ‘vincular’. Lo importante era descubrir que una persona que uno la veía sola no era la misma que cuando la veía en grupo. Y eso nos marcó”, explica Puget.  

–Generalmente tiende a pensarse que en el pasado está el origen de todas las dificultades. En los vínculos humanos esto no es necesariamente así, ¿no?

–En aquel entonces hubiera dicho eso. Hoy en día, pienso que hay un pasado que descubrió Freud, que es muy importante y que tiene que ver con la vida actual, pero que hay un puro presente que crea pasado: no es el pasado que explica sino un pasado que amplía el presente. Entonces, me fui alejando de las teorías determinísticas que nos enseñó Freud en su momento, y creando dos lógicas heterólogas y superpuestas. Una que puede funcionar con la historia del pasado que explica el presente. Y otra, una historia de puro presente situacional que crea una relación, crea un hacer juntos con el otro, donde importa lo que va pasando. Crea novedad y abre al futuro y no necesariamente explica sino al revés: ayuda a percibir lo que es el efecto perturbador que implica estar con un otro.

–¿Por qué se produce inconsciente en el vínculo?

–Todavía yo no podría afirmar cuál es el estatus del inconsciente que se creó en el vínculo. Tiendo a pensar que el espacio entre dos, que para mí es fundante de cualquier vínculo, es un espacio infranqueable, irreducible. Sería como el flujo, la vida que despierta las ganas de ir estando con otros y ocupa para el vínculo el lugar que el inconsciente ocupa para el aparato psíquico individual. Es una postura un poco fuerte, pero sería un espacio intangible que hace que uno quiera estar pegado al otro y no puede, y que permanentemente es productor de una inquietud, que es lo dinamizante de la relación. Muchas veces, intentamos disminuir diciendo que lo diferente es semejante o es complementario. Es cuando una persona dice: “Sí, sí, yo lo entiendo porque también me pasa”. Ahí se interrumpió la fuerza creadora del vínculo porque no me puede pasar igual, puede pasarme algo semejante, pero no interesa sino que en ese momento, en vez de escuchar al otro, en cuanto otro, lo escucho “en lo que se parece mí”. Entonces, todo lo que tiene de diferente, de extranjeridad desaparece porque lo recubro con “lo que me pasó” o “me viene bien para completar mi idea”. 

–¿El aburrimiento y los reproches son la fuente de los conflictos de la pareja?

–No, son el indicador del conflicto, no la fuente. Es que uno reprocha que el otro no sea como uno quiere, que la vida no sea como uno quiere, pero todo se reprocha: el tiempo, si hace frío porque hace frío y tendría que hacer calor; el calor si hace calor... Los reproches siempre se dirigen a algo que uno imagina que el otro debiera ser o como el mundo debiera ser, pero no es.   

–¿Hasta dónde es posible trabajar lo vincular en una terapia individual?

–Hoy pienso que en terapia individual se usan las dos lógicas: la del aparato psíquico singular y la vincular porque el analista no es solamente objeto de transferencia sino que es sujeto del vínculo. Quiere decir que habla con otro que es el paciente. Entonces, tiene que administrar dos tipos de sus intervenciones. Unas que serían las tradicionales, como las explicaciones, ciertas acotaciones a nivel transferencial y contratransferencial, y otras que son intervenciones, palabra que hemos creado con Isidoro Berenstein: sería que el analista interfiere, no explica sino que interfiere con su pensamiento, su manera de pensar la vida. Crea en la sesión un espacio para pensar. No siempre es fácil porque el paciente no quiere saber qué piensa uno sino que uno se ocupe de él.   

–¿Cuánto tiene de azaroso el motivo por el que dos personas se vinculan?

–Todo, pero es muy difícil aceptar que esos fenómenos de la vida que hacen que dos personas se atraigan y hasta imaginen un futuro juntos son absolutamente azarosos. Como es muy difícil de soportar esa elección azarosa (que ya no es elección) uno trata de explicar: “Es porque se parece a mi papá o a mi mamá” o “Tiene lo que yo no tengo”. Pero es tan difícil de aceptar lo incierto de una elección azarosa que se explica. 

–¿Cree que la vida moderna transformó al matrimonio casi en una empresa, donde no sólo dos se aman sino que negocian?

–No sé si la vida moderna. Pienso que la vida de pareja es conflictiva, como cualquier relación y que, de acuerdo a las épocas, el conflicto se llama de diferentes maneras. Puede ser que hoy tenga mucho que ver con lo práctico, en relación con el capitalismo, la vida actual. Las parejas jóvenes actuales no se manejan de la misma manera, pero tampoco contraen un contrato para siempre. Van haciendo y van haciendo y no tienen ganas de decir que es para siempre. Personas muy jóvenes que yo conozco, hacen. Después sí, hay que distribuirse el trabajo. Hay una parte práctica de la convivencia que puede ser síntoma si la pareja se lleva mal, pero si se llevan bien, las cosas se hacen, no importa quién. Lo mismo para las familias. En una familia que está manejada por el amor, con mayúscula, las cosas se hacen. No se pregunta “¿Te toca?”, “¿No te toca?”, que eso sería el aspecto comercial de la relación.

–¿Qué cambios, en general, nota cuando la persona pasa de hablar del otro en terapia a hablar con el otro en terapia?

–Lo que tratamos en terapia es de hablar entre dos, pero la tendencia es a hablar “de él”, bien o mal, no importa. O hablar de sí mismo, pero conversar, dialogar es algo muy difícil teniendo en cuenta el uno y el otro y que no son lo mismo, que son diferentes y que siempre van a sorprender. ¿Por qué es tan difícil escuchar a otro? Teóricamente, los psicoanalistas saben escuchar. Mi comprobación es que no, que escuchan lo esperado y lo que imaginan que van a poder contestar. Pero escuchar algo que no coincide con lo que yo pensé cuesta mucho. Si usted observa gente dialogando (llamado “dialogando”), en general se escuchan a sí mismos y agregan un poco más: “Es como yo te dije”, “Es como yo sabía”. Pero escuchar genuinamente algo que uno no esperaba descoloca. Y a nadie le gusta que lo descoloquen.

–¿Los cambios socioeconómicos produjeron transformaciones en la constitución de las familias?

–Yo creo que sí. Produjeron diferencias e incrementaron el malestar y la dificultad para hacer algo con el otro, como ahogados por las dificultades diarias, sobre todo en clases menos pudientes, donde las exigencias de la vida nada más que para comer y darle de comer a los chicos son tales que, a veces, no tienen tiempo para estar juntos. Puede suceder que haya una pareja que convive hace tiempo, o una familia, y que recién cuando vienen a terapia descubren lo que es hablar entre los dos. Por ejemplo, van a un café y dicen que hablaron. Hablan todo el tiempo, pero de golpe descubren que estar un rato con el otro no es lo mismo que estar conviviendo todo el día. Pero en este momento y con las grandes dificultades económicas existentes para mucha gente en la sociedad, ¿quién se puede dar el lujo que es darse un rato para estar juntos? Se transforman en robots.    

–¿Algo difícil de aceptar es que la familia implica obligaciones más allá del placer? Es decir, tener que cumplir ciertas pautas, más allá de las voluntades de cada uno...

–El problema de que lo sientan como obligación es un problema de la dinámica de la familia porque es cierto que todos necesitamos comer, lavarnos, que la ropa esté limpia, pero cuando se lo transforma en una obligación que cercena la vida familiar es que hay algo que no anda bien, porque si no, se hacen las cosas. No son todas placenteras, hay muchas de las cosas de la vida que uno hace porque hay que hacerlas, pero ¿yo tengo que justificar que como lo tuve que hacer estoy mal? No. Es decir, que el hacer no se transforme en una obligación penosa, del tipo “que la culpa la tiene la vida” o “la culpa tiene el otro que no lo hizo”. Una familia que funcione bien anímicamente, amorosamente, hace las cosas: “Dame que lo hago yo”. Si no, viene la división capitalista: “Te toca, no me toca”, “Te corresponde, no me corresponde”. Eso son infinitas dificultades.   

–¿Es un avance que se haya modificado en las familias el lugar del saber, que no sólo los padres tienen el conocimiento y que los hijos no son tabula rasa?

–Yo creo que es un avance enorme, pero cuesta mucho aceptar que en una relación entre personas, no importa la edad ni el sexo, entre todos se aprende algo. Y a las generaciones viejas les cuesta mucho aceptar que los jóvenes saben más que ellos. Es de los jóvenes que tenemos que aprender porque saben cosas que nosotros no hemos aprendido.  

–Cambiando un poco de tema, ¿su conocimiento sobre el terrorismo de Estado la llevó a formular la noción de “subjetividad social” o este concepto tiene que ver con traumas sociales anteriores?

–Hace mucho que me ocupo de la subjetividad social, casi desde mis comienzos. El país me ofreció la posibilidad de pensar distintos momentos difíciles referidos a las dictaduras. Tal vez mi pasado (yo soy francesa) también tuvo que ver en mi interés por lo social, pero en ese momento no tanto. Y durante el terrorismo de Estado he trabajado mucho en relación con los desaparecidos, la violencia de Estado y sus efectos durante varios años. Poco a poco, con un montón de gente pudimos ir escribiendo y haciendo pública nuestra manera de pensar sobre los efectos del terrorismo de Estado y las desapariciones. Y el mundo me da acceso a muchos temas de ese tipo. 

–En el libro Subjetivación discontinua y psicoanálisis, usted se pregunta: “¿Qué harán las generaciones venideras con lo que el psicoanálisis no ha contemplado que hace a la subjetividad actual y contemporánea de los jóvenes, de las familias llamadas nuevas, de las parejas con sus organizaciones actuales?”. ¿Cuál podría ser hoy una respuesta a esto?

–La verdad es que me resulta difícil pensar, pero yo creo que el psicoanálisis, a medida que va pasando el tiempo, tiene que tener algunas hipótesis nuevas, algunos comportamientos de los analistas distintos a los anteriores, como para que tengamos un psicoanálisis que pueda ser pensado y adecuado para jóvenes que no piensan como uno. Ahí me centro en el estudio de las diferencias, lo que llamo “la diferencia radical”. No vamos a tener que ayudar solamente a los pacientes jóvenes a que vayan pensando sus conflictos sino que mi idea hoy en día es que hay que amigarse con los conflictos. Más que decirles que los vamos a resolver, como se pudo decir en la época de Freud, hoy en día sería amigarse con los conflictos. Claro que amigarse lleva un tiempo, pero que se transforme algo pesado en algo lúdico. Si uno ofrece un espacio para dialogar, para pensar juntos, los jóvenes acceden. Si es para decirles nosotros cómo tienen que pensar, el psicoanálisis muere.