No es todo el Poder Judicial ni mucho menos, pero con un sector influyente basta. Lo demuestran Brasil, Ecuador, la Argentina. Si se quiere desestabilizar un gobierno popular, o satanizar una postura popular que se enfrenta a un gobierno del establishment, la persecución a la corrupción (real o inventada, poco importa) es el mecanismo ideal. La población cree que el Poder Judicial es la justicia, y no entiende de procedimientos jurídicos. Si lo ilegal proviene de los guardianes de la legalidad, no lo percibe. Acusar, allanar, perseguir, enjuiciar y encarcelar a políticos que hayan formado parte de gobiernos populares funciona con gran eficacia, pues a la vez sirve como mecanismo de desprestigio público y de disciplinamiento personal con alcance social. 

Acusar de corrupción es la exitosa fórmula para encorsetar la democracia, fórmula obviamente sospechosa de provenir desde organismos de estrategia del Norte. La corrupción encuentra fácil condena social, y ahoga la discusión propiamente política. Ya no se discutirá qué gobierno o modelo de país es mejor, sino dónde están los corruptos. El sector cómplice dentro del Poder Judicial hará la parte jurídica y dirigirá la policial, mientras la TV (y otros medios, secundariamente) se encargarán de repetir imágenes hasta el cansancio, que humillen a estas personas, y que testifiquen –ya sea reales o muchas veces supuestos– hechos de corrupción.

Ese apoyo mediático es decisivo. La población cree que basta “ver para creer”. Ellos vieron los bolsos de López, aunque no sepan cómo llegaron a estar allí. No vieron, en cambio, el intento de arreglo de Macri con el Correo. Este último implica 400 millones de dólares, las bolsas de López 9 millones. Pero las imágenes ominosas de un ex funcionario en un monasterio, repetidas hasta el hartazgo, obvian toda reflexión. La población cree que sabe quiénes son los corruptos.

Para peor, la población también cree saber que los hechos –muchas veces inexistentes– de corrupción bastan para explicar las situaciones económicas o políticas. Creen que la escala social es como la personal, y que 10 millones de dólares cambian el rumbo de un país, cuando la deuda pública asumida por el actual gobierno argentino en menos de tres años es de más de 100.000.000.000 de dólares (cien mil millones). La corrupción es siempre detestable, pero no explica nada sobre los grandes rumbos de la economía y la política. Sin embargo, los operativos judicial-mediáticos “nos dicen” por cuáles hechos de corrupción estamos mal, y así reemplazan la explicación conceptual/racional por la verba primitiva del “se afanaron todo”.

Se deslegitima la política –gran negocio para la derecha, que opta por el automatismo del mercado–, y a la vez se sataniza a lo popular dentro de ella. La corrupción de las derechas es habitualmente mucho mayor, en tanto es estructural: sus miembros gobiernan mientras son dueños de las empresas que licitan con su gobierno.  Están de los dos lados del mostrador. Pero esa corrupción es menos visible: no sólo porque “los diarios no hablarán de ti”, sino porque los empresarios ya llegan ricos al gobierno, y su potenciado enriquecimiento se hace menos perceptible desde el llano, aun cuando pueda ser más cuantioso que el de cualquier político profesional. 

Esa es la nueva forma de secuestro de la democracia: unos pocos fiscales y jueces por un lado, suficientemente ligados –en su caso– al gobierno neoliberal de turno. Una feroz campaña de ataque a los miembros de los partidos populares, sobre todo si ya dejaron el gobierno, enjuiciándolos por pretendida corrupción. Un cuidadoso silencio judicial sobre la corrupción de las derechas, excepto en casos secundarios o que no afecten su poder. Y un copioso y espectacularizado apoyo mediático a las denuncias, convirtiendo en demonios a los adversarios políticos, y sometiéndolos a un tratamiento conforme a si lo fueran.

Los procedimientos judiciales podrán tergiversarse, mientras la protección mediática todo lo garantiza: no se hablará de esas anomalías de procedimiento sino de la intrínseca y extrema maldad y corrupción que serían propias de los políticos del campo popular, presentadas con zócalos, informaciones y comentarios avergonzantes y vejatorios. Eso durante todo el día, a toda hora, todos los días. Un bombardeo letal de imágenes y palabras en los medios, los cuales están cuidadosamente autopresentados como “independientes”, contra la pecaminosa tendenciosidad adscripta a los otros medios –siempre minoritarios– que apoyan a lo popular.

Esta es la receta. Nos es familiar a quienes la padecemos día a día en nuestros países. No necesitamos la ratificación por quienes nos informan de que es una estrategia diseñada en los Estados Unidos: la aparición simultánea y análoga en diferentes sitios de la región lo deja claro.

Sólo resta advertir que esto es una lesión brutal al sistema político, y una agresión frontal a la democracia. Nadie votó a los medios (menos aún a sus escasísimos propietarios), la ciudadanía no votó a los jueces. Se está secuestrando a la democracia con actores que operan orquestadamente para digitar gobiernos, actores que birlan la representación obtenida por el voto, y cuya performance es arrasadora para el ejercicio de la voluntad social mayoritaria.

La democracia no puede quedarse inactiva. Así como se reaccionó a la presión de golpes militares en otro momento histórico y se dejó atrás la doctrina de la seguridad nacional, habrá que inventar, reglamentar e imponer los dispositivos institucionales para el control social (colectivo y plural) del accionar de medios hegemónicos, así como de fiscales y jueces abanderados de la acción política facciosa.

No se hará en unos días, ni en unos meses. Pero hay que tomar plena conciencia de la situación, y empezar a construir metódicamente en ese sentido. Hay que hacerlo aquí y en otros países del subcontinente, e incluso de todo el orbe. O se puede poner en caja por vías institucionales a los encubiertos enemigos de la representación popular, o ellos seguirán reemplazando la elección de los ciudadanos por el antojo de sus exclusivos intereses sectoriales.

* Doctor en Filosofía, Universidad Nacional de Cuyo.